lunes, noviembre 23, 2009

Era evidente

Ordenó a su cuerpo que se sentase al borde de la cama, y lo hizo. Después, pidió a sus pies que buscaran el refugio de las pantuflas, y siguieron las instrucciones al pie de la letra.
Despertó con la sensación de no poder dominar su cuerpo, como si no lo reconociese. Y es que no lo sentía; ni sus nalgas sobre la cama, ni el calor de los pies dentro de las zapatillas, ni la caricia de sus manos. Ni siquiera se dio cuenta de que le temblaba la mandíbula. Permaneció inmóvil durante unos minutos. Al fin se levantó y vio que mantenía el equilibrio sin esfuerzo, pero no le tranquilizó. A tientas, encontró la llave de la luz, que le situó en un dormitorio bastante amplio. En un lado de la cama respiraba un bulto cubierto por una sábana. Después pulsó al mismo tiempo los interruptores del dormitorio y del vestidor, de modo que apagó la luz de uno y encendió la del otro. Como no lo consiguió exactamente al mismo tiempo, volvió a intentarlo a la inversa, quedando a oscuras el vestidor e iluminado el dormitorio. Eso provocó que el bulto de la cama diese un respingo, murmurase algo ininteligible y continuara durmiendo plácidamente. Se acercó a un espejo del vestidor y comprobó que no era él. Eso le impresionó, pero le tranquilizaba más que haber perdido el sentido del tacto. Más tranquilo, jugó con los interruptores hasta que consideró que había conseguido pulsarlos al mismo tiempo, quedando finalmente encendida la lámpara del dormitorio y apagada la del vestidor. El bulto de la cama volvió a refunfuñar por lo que apagó la luz finalmente.
Hizo recuento de sus facultades. Podía ver, de hecho nunca había soñado ni conocía a nadie que hubiera sido ciego en sueños. También podía oír; percibió el ruido de la calle, el de los interruptores, que instintivamente volvió a pulsar, y el del roce de las sábanas y el gruñido de la persona que estaba en la cama. Abrió uno de los cajones del armario y hundió la cara en el de la ropa interior; después fue levantándola y recogiendo en sus fosas nasales toda la fragancia que había allí guardada. Encontró un olor agradable, que no supo definir, pero que imaginó que sería una mezcla de detergente, suavizante y los perfumes habituales de los propietarios de las prendas con sus olores corporales. Ninguno de esos ingredientes le resultaba familiar. Tentado estuvo de pasar la lengua por la ropa para testar el último sentido que le quedaba, pero esperó a encontrar otra forma de averiguarlo.
Abrió los brazos todo lo que pudo, pero no consiguió llegar desde el interruptor del vestidor al del pasillo, así que, dejó la luz del primero encendida, encendió la del segundo, y volvió para apagar la primera. El bulto de la cama se irguió:
-¡Qué coño haces con las luces!
Como ya había apagado la luz del vestidor, no pudo ver de quién era la voz, pero sí supo que era de una mujer. Salió rápidamente hacia el pasillo, localizó la cocina, encendió su luz y apagó la del pasillo.
Preparó café y metió un par de rebanadas de pan en una tostadora. Apoyado en la mesa, se deleitó con el olor del café y del pan que poco a poco se tostaba. Tras pellizcarse hasta hacer un pequeño enrojecimiento en el antebrazo, fantaseó con que ese mismo sueño lo estuviera viviendo el hombre que había visto en el espejo, con la diferencia de que aquel sí sentiría su cuerpo aunque no lo controlaría.
Mientras se hacía el desayuno buscó dónde ducharse. Al otro lado de la cocina sólo encontró un aseo. Como había temido, el cuarto de baño estaba dentro del dormitorio. Esta vez no encendió ninguna luz, se había aprendido el camino.
Entró, cerró la puerta y encendió la luz, cuyo interruptor estaba dividido en dos: uno encendía los alógenos del techo y el otro dos lamparillas sobre el espejo. Allí se dejó llevar por su obsesión y convirtió el cuarto de baño en algo parecido a una discoteca. Buscó el gel de afeitar y lo extendió por la cara. Hundió la maquinilla de afeitar en la capa de espuma y miró a los ojos del desconocido frente al espejo sin hallar otra expresión que no fuera la suya propia, pero en la cara de otra persona. Se afeitó sin ningún cuidado, recreándose en la idea de que el sueño del hombre del espejo se hubiera convertido en una pesadilla. En la ducha le maravilló la sensación de recibir el chorro de agua y no sentirlo y pasó un buen rato jugando con la temperatura: o casi helada, o muy, muy caliente.
Salió de la ducha, del cuarto de baño, enfiló el pasillo –encendió la luz- y fue a la cocina sin secarse, sin ponerse albornoz ni toalla. La sensación de caminar sin sentir el cuerpo era como levitar.
El gusto era el sentido que le faltara por comprobar. Llenó una taza de café, sacó las dos rebanadas de pan de la tostadora, tomó la mantequilla y la mermelada de la nevera y se sentó a desayunar.
Volvió al vestidor y se puso ropa interior. Se asomó a la puerta del dormitorio y miró hacia la cama donde descansaba algo mitad mujer y mitad bulto; la sábana se le enredaba mostrando parte de una piel bien cuidada y unas curvas, que, iluminadas por la luz del pasillo, le daban un aspecto de dunas. Exploró aquella cálida superficie hasta dar con el oasis de su rostro. No se dio cuenta de que estaba muy excitado. Se desnudó y se metió despacio en la cama. Con la primera caricia, la mujer, boca abajo, rezongó. Era una lástima que no pudiera sentir nada. La liberó de las sábanas y dejó su cuerpo al descubierto. Llevaba puesto un coulotte de color rojo, que retiró con sumo cuidado. Sin pensarlo dos veces, se zambulló bajo las sábanas e hizo el amor a la mujer.
Tendido sobre la cama, abrazado a ella, fantaseó con la idea de haber cometido adulterio, una violación o incluso un trío, pero lo que más le inquietó fue no saber quién había poseído a quién. Perdido en estas dudas, fue recobrando la sensibilidad a medida que se iba quedando dormido.

El hombre del espejo despertó empapado en sudor. Ordenó a su cuerpo que se sentase al borde de la cama, y lo hizo. Después, pidió a sus pies que buscaran el refugio de las pantuflas, y siguieron las instrucciones al pie de la letra. Se palpó y notó su cuerpo. Consultó la hora: las cuatro. Desde el cuarto de baño hacia el pasillo –iluminado-, se perdían unas huellas de agua, y volvían hasta ser absorbidas por el coulotte rojo de su mujer, tirado en el suelo. Siguió las huellas. En la mesa de la cocina había parte de un desayuno. Tenía en la boca sabor a café. Encima de la mesa, como si fuera un bodegón, había una taza de café vacía y dos tostadas.
Salió de la cocina, apagó la luz, también la del pasillo, entró al cuarto de baño y se puso frente al espejo, a oscuras. Encendió la luz y se encontró a sí mismo reflejado.
- ¡Qué estupidez! —pensó ¿A quién esperaba encontrar?

martes, agosto 25, 2009

¿Duermes con un sonámbulo?

Advertencia:
1º No despiertes al sonámbulo si no quieres recibir una mala contestación o un bofetón a sotamano*. Eso sí, tampoco le dejes salir de casa en pijama, o, peor aun, en ropa interior; recondúcelo a la cama.
2º Si el sonámbulo moja la cama y asegura que la razón es su sonambuliamo, no le creas, el mojar la cama es un problema independiente.
3º Si en una reunión social alguien se las da de tener viajes astrales, asegúrate de que no sea sonámbulo y se esté tirando el rollo contigo.
4º Por favor, si una mañana decides sacar al perro temprano y encuentras en un banco del parque a una persona en pijama con una copia de un Van Gogh debajo del brazo, charlando amistosamente con otra que simula navegar en una canoa, en ropa interior, no llames su atención, es posible que sean sonámbulos.


*modalidad de golpeo de la pelota vasca en la que el pelotari extiende el brazo horizontalmente y gira su torso 180º sin despegar los pies del suelo, logrando gran velocidad de giro y potencia en el golpeo.**


**definición parcialmente inventada.

domingo, junio 21, 2009

Claire, Maurice, Maurice y Claire

Entraron los dos a la vez.
- ¿A qué planta va? –Preguntó Claire.
Maurice no contestó. La miró fugazmente, pulsó el botón número 21 y se apoyó en el espejo del fondo. Como ella le observaba, dio media vuelta.
La joven llevaba un atuendo minúsculo. Su pecho asomaba ligeramente en un amplio escote enmarcado por los brazos cruzados. Maurice la miró a través del espejo. Claire sonrió.
La gente fue llenando el ascensor. Agobiado, Maurice fijó la vista en el panel electrónico que indicaba la planta en la que se encontraba. A través del espejo la numeración era completamente desordenada. La planta 2 se convertía en planta 5 y viceversa; la 3 en E, de entreplanta. Únicamente en las plantas 1 y 8 coincidían ambos ascensores, el real y el del espejo.
El reflejo doblaba el número de ocupantes y le atrapaba entre las dos multitudes. Cada persona o grupo que entraba le hacía sentir como si estuviese encerrado en una habitación cuyas paredes iban a aplastarle. En el piso nº8, desesperado, pensó en salir y tomar las escaleras, pero ello supondría atravesar el tumulto, tanto el de un lado como el del otro, y no podía soportar la idea de hacerlo. Claire, mientras, se iba apretando más contra su espalda.
Maurice se estaba acostumbrando a la multitud gracias al espejo. A través de él las personas le parecían inofensivas, tanto como los matones de una película de televisión o las arañas dentro de un recipiente de cristal. El reflejo de Claire no le impresionaba, incluso le divertía su provocación. En el espacio simétrico lo diestro se volvía zurdo; lo serio, desenfadado; lo oscuro, claro. Maurice se veía incluso feliz.
El ascensor se fue vaciando hasta que sólo quedaron ellos dos. En un primer momento se sintió indefenso, desprotegido. Aquella mujer le imponía más que una avalancha de gente. Entonces, pidió ayuda a su yo del otro lado. Éste se mostraba inmune a la actitud sumisa de Claire, que imploraba atención:
- Déjate de juegos y bésame, por favor.
Él accionó los músculos de su cara hasta conseguir una mueca, algo que ella interpretó como una sonrisa, y dijo:
- No seas estúpida.
Ella agarró sus hombros y le agitó.
Él guiñó un ojo a Mauricio y le sonrió.
- ¡Dime que no me quieres, que no me deseas! ¡Acaba con esto de una vez! –Volvió a la carga ella.
El reflejo de Maurice se mostraba impasible a las súplicas.
Maurice y Claire estaban ahora frente al espejo mirando la escena. A Claire le hacía mucha gracia la indiferencia del reflejo de Maurice, y daba la impresión de que éste estaba encantado de seducirla. En cambio, Maurice se sentía muy avergonzado por su actitud con el reflejo de Claire al otro lado, siempre al borde del llanto, y se recriminó la falta de consideración:
- ¿Por qué eres tan imbécil?
- ¿Por qué no habría de ser como soy? ¿Por qué eres tú de esa manera, y no al revés? –Contestó su simétrico.
El reflejo de Claire dio las gracias a Maurice con una mirada, pero no dijo nada. Sí hablo Claire:
- Lo que tienes que hacer, nena, es dejar que corra el aire entre los dos. Enterarte de una vez que de que ya no le interesas. Y tápate un poco, que estás ridícula.
El panel indicaba que sus dobles habían llegado a la planta 15, lo que quería decir que Mauricio y Claire ya estaban en su destino, en la 21. Uno enfrente del otro, Claire y el reflejo de Maurice se atusaron la melena y el pelo respectivamente, dieron un amplio repaso a su aspecto, sonrieron y salieron del ascensor. Maurice y el reflejo de Claire apuraron hasta el cierre de puertas. Se miraron a los ojos y juntaron las manos separados por el espejo. Después sonrieron y salió cada uno por la puerta de su ascensor, a punto de cerrarse.

viernes, mayo 22, 2009

La niña de las botas katiuskas

El pomo de la puerta chirrió al girar. La silueta de mi madre tapó la poca luz que filtraba el cristal de la puerta del salón, frente a mi habitación. Entró muy despacio, con pasos largos y silenciosos entre las dos camas, sujetó la correa de la persiana lo más arriba que pudo y tiró hacia abajo con toda su fuerza de madre, convirtiéndola en una guillotina al revés. La explosión de luz nos llevó del sueño a la pesadilla de forma traumática. Mi madre aprovechó que la onda expansiva nos elevó un metro por encima de las sábanas para hacer las dos camas. A mí me habían despertado los golpecitos de una cortina de lluvia contra mi ventana, pero el susto me lo llevé de igual forma. Me gustaban los días desapacibles, aquellas gotas rebotando en el alféizar anunciaban que una compañera del colegio iría a clase con botas de agua, o katiuskas, como las llamábamos, y, ¡me encantaba! Me preguntaba si alguna chica, incluso la que a mí me gustaba, se sentiría atraída por mí, o por mis botas de agua, pero, o yo no era tan irresistible como para transmitir glamour a mi calzado, o nadie era tan observador como yo.
-¡Arriba, zánganos, que llegáis tarde! –gritó mi madre. Mi hermano, aunque parecía que le había afectado más el despertar, me adelantó para entrar al baño. Antes de poder reaccionar y elegir otra opción, mi madre me tiró del brazo hacia la cocina:
-¡Tú, a desayunar, luego te lavas!
Metí media galleta en la leche y desapareció. La leche se comportaba como el ácido. Mi madre la compraba de la marca Frixia, que era concentrada, y la mezclaba a partes iguales con agua, la hervía y nos la daba para consumirla en ese mismo instante, pues no podíamos llegar tarde, así que, echábamos agua fría en el fregadero y metíamos la taza, lo que sería un baño María invertido. Pero la temperatura de la leche acababa calentando el agua del fregadero. Salí de casa con el paladar inservible para el resto de la mañana.
Había dejado de llover. El muro que anunciaba el nombre de mi barrio chorreaba pequeños ríos de óxido que nacían en los hierros que formaban las palabras “Los Álamos”. Siempre que pasaba al lado recordaba que lo había pintado mi padre. Al salir a la calle Rioja ya iban apareciendo más estudiantes, en la siguiente calle otros pocos, y así sucesivamente hasta llenar el colegio de criaturas. Yo me entretuve zigzagueando de charco en charco, vaciándolos de un pisotón. Echaba de menos las mañanas de invierno, cuando las heladas congelaban los charcos; paraba en cada uno y los rompía en mil pedazos.
A punto de entrar en la primavera, eran más frecuentes los días con nubes de paso. Esa mañana corrían a cualquier otra parte del mundo para informar a otros niños de que las chicas que les gustaban irían a clase con botas katiuskas. Pero, ¿eran las nubes las que se movían, o éramos nosotros? Miré hacia ellas justo un dedo por encima del horizonte e invertí mi percepción del movimiento. Era la Tierra la que se movía, como si viviéramos en un barco gigante.
En la cuesta del colegio, apurando los últimos charcos, busqué las botas de mi compañera, pero no la encontré ni en la fila del patio ni después en el aula. Me hubiera contentado con poder sentarme en su pupitre, vacío aquella mañana. Miré por la ventana para pedirle al cielo una explicación. El Sol, que se movía en nuestra misma dirección, asomó un segundo entre dos nubes. Detrás escuché la puerta del aula cerrarse y unos pasos mojados corretear. Me quedé mirando hacia afuera para que nadie me viese sonreír.

jueves, mayo 14, 2009

Las musas

El dichoso plazo de entrega despeinaba con su aliento los bucles con los que mi melena decoraba la parte trasera de mis orejas. Cada mañana leía y releía frases como esta y las corregía o desechaba. Así que tomé mi carpeta de notas y salí a la calle, ese lugar donde la gente se agita sin orden, donde muchos comparten muy poco espacio, y donde sobrevive el más fuerte o el más chiflado. Conocía bien los mecanismos para utilizar el medio, pero no salí de mi casa con intención de abrazar el civismo, sino de atentar contra él, si fuera preciso, para recibir la chispa que pusiese en marcha mi imaginación.
Busqué la acera más concurrida y me dispuse a caminar con especial lentitud y en dirección contraria a la de más flujo. Un par de empellones me hicieron girar sobre mí mismo expulsándome de la riada como una peonza. Perdí el portafolio, que en mi rotación –como un Discóbolo- surgió por encima de la multitud y volvió a zambullirse dejando en el aire un chisporroteo de folios en blanco. En menos de un segundo perdí la noción del espacio, la carpeta y un zapato. A cambio no recibí ninguna idea, pero pude recuperar una hoja de papel llena de marcas de pisadas.
Caminé por el margen de la calzada, donde me sentía más seguro. Mi pie descalzo echaba humo y, antes de empezar a dejar una huella de color rojo en el suelo, subí al primer autobús que apareció. Una anciana, al ver mi aspecto, me cedió su asiento. Me fijé de que en cada parada subía el mismo número de personas que bajaba, por lo que no varió la ocupación del autobús. Fantaseé con que esa cápsula con ruedas, una vez completado el aforo, nos llevaría en un viaje sin fin por todo el mundo, y que allí dentro estarían, y de hecho estaban, los tipos de persona necesarios para crear una convivencia insoportable, el tipo de gente común que se distribuye por igual en una familia, en el trabajo, en la universidad, y que cada uno que bajaba era sustituido por su semejante, en cuanto a conducta o personalidad. Me aterró pensar que, por muy clara que tuviera esta idea, yo formaba parte de eso, así que, solicité bajar en la siguiente parada. La anciana recuperó su asiento y antes de bajarme, había una persona esperando para subir. Fascinante.
Bajé junto a un parque de atracciones y cojeé hasta allí dispuesto a experimentar nuevas sensaciones. Había mucha gente esperando para subir a la noria, y yo sentía un latido en el cerebro que, en ocasiones anteriores se había convertido en una idea genial. Es decir, tenía prisa, y dudaba que embutido en esa masa humana fuera a surgir nada brillante, así que corrí a una atracción cercana, la montaña rusa. El extraño hecho de que la noria estuviera más solicitada que la montaña rusa me entusiasmo y aceleró la sensación de que algo grande iba a salir de mi cabeza. Una vez ajustado al asiento y mecido por el suave arranque del carrusel, tomé un folio, preparé el bolígrafo y cerré los ojos a la espera de la explosión de luz de la inspiración. No apareció ni siquiera un destello, pero sí una fuerte agitación, como si mi cerebro fuese libre de sufrir el violento veredicto que la gravedad imponía al resto de mis órganos. De no haber sido por mi ceguera voluntaria, hubiera previsto que a esa tranquila subida le seguía una bajada de infarto que del susto me hizo agarrar la barra de sujeción y, por lo tanto, soltar los aperos de escritura y arruinar mi momento creativo, si acaso hubiera aparecido.
Me di cuenta de que abandonar mis hábitos de trabajo no sólo me desconcertaba, sino que además me ponía física y psicológicamente en peligro. Semidescalzo y abatido descarté volver a casa en autobús y pensé en el metro. Encontraba similitudes entre ambos medios de transporte, pero me daba la sensación de que en el metro la gente se comportaba de una manera diferente que en la superficie. No tenía nada que no hubiera perdido ya, y quizá un paseo por el lado subterráneo me podría reportar algo interesante para el desarrollo de mi trabajo.
Llegué al andén y descarté el tren que estaba parado en la estación. El pitido del cierre de puertas no dio tregua y, aunque alertó con tiempo a los rezagados, uno de ellos entró, pero no del todo: aceleró mientras las puertas se cerraban y consiguió entrar, quedando uno de sus pies atrapado fuera del vagón. El joven intentó introducirlo cuando el tren se puso en marcha y lo consiguió pocos metros antes de entrar en el túnel, con la mala suerte de perder su zapato en la maniobra. El lado subterráneo me acababa de regalar un zapato. Subí al siguiente tren y cuando empezaba a pensar en volver a casa se anunció por megafonía:
- Próxima estación, Las Musas.

domingo, febrero 08, 2009

Polita77

Salí de la cama con cuidado de no despertarla. Rescaté mi ropa y fui al salón a vestirme, recogí un poco el desorden y antes de irme eché un vistazo a su precioso cuerpo desnudo atrapado por el resultado de lo que parecía una batalla campal. Lamenté no recordar su nombre, por lo que ni me molesté en dejar anotado mi número de teléfono. Estaba demasiado cansado para no considerar a aquella monada como una conquista más.
Las gafas de sol nada pudieron hacer para que el fogonazo de la luz del mediodía encendiese un ligero dolor de cabeza, pero el simple hecho de pensar en volver a casa lo acentuaba, así que me metí en un bar cercano y pedí un Jack Daniel’s y unos churros. El desayuno me restauró el ánimo y me metí en un cibercafé a contactar con un ente virtual llamado Polita77 a quien llevaba rondando unas dos semanas, no sin reservas, pues en alguna ocasión me lancé de lleno a la conquista y luego, en la cita clave descubría a un divorciado de brazos peludos y mirada torva o a un tipo exactamente de mi misma calaña, así que no estaba dispuesto a llevarme más quebraderos de cabeza. Eso sí, gracias a aquellas enseñanzas descubrí que el mejor sitio con diferencia para lanzar mis redes de seducción eran los cibercafés; si me aburría en el chat, que ocurría con bastante frecuencia, miraba alrededor, elegía un ordenador próximo al de una chica y fingía no entender su manejo (el del ordenador) pidiendo su ayuda (la de la chica). Una de las excepciones en que me divertí en el chat contacté con Polita77 y quedé cautivado. Era una persona brillante, con gran sentido del humor. El pensar que pudiera ser cualquiera que no fuera una chica me producía una desazón desconocida para mi, pero no podía reprimir la agitación que sacudía mi pecho el encontrar su nombre en un foro o en un chat.
Antes me acerqué a la máquina de bebidas, saqué una cerveza y de paso oteé por la sala por si había algo interesante que abordar antes de hundirme en el mundo del absurdo con Polita77, aunque ya estaba inmerso en él porque di una vuelta bastante sospechosa por el café. Estoy perdiendo discreción o mi edad se va distanciando cada vez más de la media de mis potenciales conquistas, quién sabe. Me conecté y allí estaban: Polita77 y mi corazón entusiasmado dándome codazos y dictándome las frases más descaradamente románticas que conocía. Pero no estaba dispuesto a arruinar una posible cita aventurándome por terrenos desconocidos. Me temblaban los dedos y no sabía cómo empezar. Tampoco me servían los recursos conocidos y empleados hasta la saciedad; con ella era distinto. Fue ella quien empezó, y, si no era suficiente con mi falta de recursos, tomó la iniciativa y propuso utilizar la webcam. Estaba dispuesta a romper la magia de estas dos semanas. No me dio tiempo a contestar que mejor no, que yo no tenía webcam, cuando mostró en un mensaje el icono que debía aceptar para empezar a verla en pantalla, para descubrir quién era realmente Polita77. Dudé unos segundos, que seguramente se le hicieron eternos, y calibré el riesgo de aceptar: si no me gustaba podía desconectarme, buscar un sitio para comer y largarme a casa, pero, ¿y si la echaba de menos? Era una persona adorable; si resultaba ser un hombre no sabría cómo afrontarlo, porque si seguía relacionándome con él podría adentrarme en una crisis de carácter sexual que no estaba seguro de poder afrontar, y si desconectaba... Bueno, si desconectaba no dejaría de ser una anécdota que, superada, podría resultar divertida. Al final acepté, más por morbo que por otra cosa y apareció en pantalla una chica más o menos de mi edad. Era guapa. Cuanto más la miraba más guapa me parecía. En ese momento me di cuenta de que no presto mucha atención a la cara de las mujeres, y como Polita77 solo ofrecía su rostro (el hecho de ser finalmente una chica me llenó de júbilo) me recreé en él y me pareció precioso: no dejaba de sonreír y a pesar de ello mostraba unos ojos enormes y negros, creo, pues la imagen no era muy buena, y una boca enmarcada por unos labios carnosos. Dejó de sonreír, confusa por mi demora en contestar, y al contraerse sus labios casi sufro un colapso. Definitivamente era preciosa; lo que me hacía experimentar algo desconocido en mi pecho era que fuese una persona tan interesante, tan graciosa, con esa imaginación y tan creativa.
Algo en la pantalla donde aparecía Polita77 me resultaba familiar, y era la máquina de bebidas que tenía detrás, lo que me animó a ir a por otra cerveza. Volviendo a mi asiento, miré hacia la máquina y al sentarme y observar la imagen en el monitor me di cuenta de que era la misma, de que Polita77 estaba sentada justo enfrente de mí. Nos habíamos encontrado casualmente en aquella cafetería. Parecía nerviosa, y caí en la cuenta de que todavía no había empezado a escribir. Desde ese momento me recreé en la alternancia del sonido de los dos teclados: al segundo de dejar de sonar el suyo aparecía su texto, y viceversa. Parecía una conversación paralela a la nuestra. Era muy divertido. Me dijo que no era justo que yo pudiera conocer su cara y ella la mía no y estuve tentado de conectar la webcam para mostrarme pero, ¿qué prisa tenía? Me contuve y seguí disfrutando del momento. Le dije que no tenía webcam, pero que me haría con una. A esas alturas mi corazón había dejado los codazos y amenazaba con pararse si no lanzaba una ofensiva romántica, pero estaba demasiado excitado para romper la magia. Ella se había arriesgado, pero yo me iba a arriesgar más, a mí manera. No me importaba seguir yendo a aquella cafetería y continuar con el juego un tiempo. Quién sabe, quizá me acerque un día y le diga que no sé manejar el ordenador.

lunes, enero 26, 2009

Catorce lechugas y un delantal

Sonó el timbre mientras estaba en la ducha; abrí la puerta cubierto con una toalla, la de las manos, porque eché la grande a lavar el día anterior y olvidé reponerla. En el vano de la puerta encontré a la presidenta de la comunidad cubierta con una bata. Nunca me había atraído, pero aquella mañana me pudo la erótica del poder. Fui a por el dinero de la comunidad y escuché la puerta cerrarse a mis espaldas. En el pasillo encontré a la vecina completamente desnuda blandiendo el adorno fálico del taquillón. Debió observar mi trasero descubierto y mojado y no pudo resistirse. Nunca he pensado que mi físico inspire el deseo de las mujeres, pero, en fin, aquella mañana empezó con desenfreno. La cuota de la comunidad no me la perdonó, las cosas como son.
Tras este episodio bajé al estanco a comprar el periódico. Con la excusa de que alguien puso a una altura imposible unos fascículos que había reservado días atrás, la hija del tendero reclamó mi ayuda en la trastienda y, apenas hube levantado los brazos para alcanzar el artículo, se abrazó a mi torso y me mostró sus credenciales amatorias.
No podía creer que hubiese empezado el día de aquella manera, teniendo sexo con dos mujeres con las que trato habitualmente y que nunca antes habían mostrado ningún tipo de interés por mí. Al salir de la tienda el autobús de línea hacía su parada enfrente y me pareció ver a dos jóvenes apareándose a la altura de la puerta de salida. Intenté no dar importancia a este hecho y continué con una sonrisa de satisfacción en los labios y el ego iluminándome el rostro.
Después fui al mercadillo del barrio y el primer tendero me ofreció unas naranjas; como prueba de su calidad estrujó media y salió gran cantidad de zumo. Hubiera comprado un kilo si la del tenderete siguiente, con un escote de infarto, no hubiera llamado mi atención amenazándome con un calabacín: catorce lechugas y un delantal hicieron las veces del camastro donde yacimos en apasionado vínculo. No me lo podía creer, no sólo estaba teniendo un éxito sin precedentes, sino que la falta de decoro, discreción y vergüenza no me hicieron titubear en ninguno de los casos. El frescor de las hortalizas estimuló mis genitales disimulando el ligero dolor de cabeza que comenzaba a aparecer tenue a media mañana. Entonces recordé que a las doce tenía que ir al médico, lo que a su vez me despertó el dolor en la rodilla derecha que me hizo pedir cita. Así que, sin haber hecho la compra, fui hacia el ambulatorio. De camino, una repartidora de periódicos gratuitos me ofreció uno que fue a buscar dentro de la furgoneta donde estaban almacenados. Esta resultó ser un portento erótico y la línea que separa el sexo consentido de la violación quedó tan desdibujada como la tinta de los periódicos donde nos apoyamos. Lo hicimos tres veces temiendo por mi vida, al estar en contacto tanto tiempo y con tal intensidad el fuego de los cuerpos y el papel de los periódicos. Conseguí alejarme por fin y vi cómo un incauto accedía a los ruegos de la diablesa de la prensa gratuita. Lo que al principio me pareció gracioso y digno de orgullo ahora empezaba a preocuparme. Aquello no era normal. Y no había hecho nada más que empezar.
Entré en la consulta y no había nadie. Menos mal, porque llegué media hora tarde. Me acerqué al mostrador de admisión y descubrí al recepcionista recibiendo las caricias de la presidenta de mi comunidad, que me miró con lascivia. Empecé a pensar que no fue la erótica del poder la que me llevó a yacer con la ella hacía unas horas y que su atractivo era innato. Por fin me llamó la enfermera, que, aun sin abrochar su bata, me cogió del brazo y me llevó hacia el cuarto de mantenimiento. Me resigné a no volver a alcanzar un orgasmo en lo que quedaba del día y ella, complacida por mi compromiso, no me dejó en paz hasta conseguir tres. Ya en la consulta descubrí con pavor que el médico era una mujer y no pude reprimir las lágrimas convencido de que acabaría apresado entre la camilla de la consulta y la doctora. Pero esta vez lo que conseguí fue inspirar su instinto maternal librándome del sexo, aunque, eso sí, sobre una de mis fantasías más recurrentes: Jugar a los médicos. La doctora, meciéndote, citó una resonancia magnética para mi rodilla y además me remitió a un dermatólogo, porque no le gustaron nada esas manchas de mi espalda. Preferí no contar que las manchas eran de la tinta corrida de la portada de los periódicos de antes. Incluso, pasó por alto el calco de una imagen de Garbajosa de la página de deportes a la altura del omóplato derecho. Supongo que pensó que era un ridículo tatuaje. La escena que siguió fue la doctora sentada en su silla y yo en sus faldas amorrado a cada uno de sus pechos indistintamente. Al final sucumbí y lo hicimos. Después un celador apareció en la consulta con una silla de ruedas para llevarme a casa. No quise participar en la fiesta que montaron celador y médico pero me obligaron a presenciarlo, por lo que terminé vomitando. Con la excusa de la silla de ruedas me libré de unas cuantas oportunidades de tener sexo con otras cuantas personas durante los doscientos metros que separaban el ambulatorio de mi casa, pero el celador no hizo ascos a nadie y satisfizo a tres amas de casa y al cartero, que se cruzaron en su camino. Éste último no dejó de mirarme mientras sometía al celador, incluso se mostró muy atento por mi lesión. Todavía me quedaron fuerzas para zafarme del acoso del celador una vez que llegué a casa.
No me podía creer que esto estuviera ocurriendo de verdad. ¡La gente se había vuelto loca! Y algo que me preocupaba era que quedaba toda una tarde, yo estaba exhausto y el resto de la gente no parecía acusar el cansancio. Era como si todo el mundo estuviera fuera de sí menos yo, que muchas veces había fantaseado con esta idea.
Ya a salvo en el hogar, me di cuenta de que no había sacado al perro todavía y se moría de ganas de orinar. No sé cómo conseguí ponerle la correa con el temblor que agitaba mis manos pero, sin casi reparar en el trayecto, ya enfilaba el parque donde suele hacer sus necesidades. Afortunadamente todos los humanos que se encontraban allí estaban ocupados en una orgía descomunal. En ese momento me di cuenta de que mi perro no hace distinción de género porque montó a un caniche macho. A su dueño al parecer le ocurría lo mismo y se insinuó e incluso llegó a apoyar sus manos en mis hombros, pero me negué muy seriamente, lo que dejó al joven mirando contrariado ora a mi persona, ora a la orgía que ocurría a nuestro alrededor, así que, cogí a mi perro y me largué a casa.
Y cuando creía que me podría encerrar a salvo del golpe de lujuria que azotaba la ciudad, en el portal, al agacharte a quitar el arnés al perro, me dio un tirón en la espalda y me quedé allí mismo tirado sin poder moverte. Las horas siguientes no tuvieron desperdicio: el cartero cuya mirada y deferencia me inquietó volviendo del ambulatorio, después de descargar la correspondencia en los buzones, se dio un respiro con mi trasero indefenso. ¡Cómo lloraba! De rabia, que no de dolor, después de todo no estuvo tan mal como temía. El cartero resultó ser un tío sumamente delicado y encantador.
La chica del reparto de propaganda, después de ver que ningún vecino abría el portal y que, en mi convalecencia, le di acceso, decidió recompensarme de la última forma que quería. Afortunadamente me dejó en paz porque la postura no invitaba al acto sexual convencional y no estaba mi espalda para mucho escorzo; al rato vi acercarse a la presidenta de la comunidad y, sin quitarme su imagen con el administrativo del ambulatorio de la cabeza, recapacité y caí en la cuenta de que la postura en la que me había quedado no me libraba de todo. Antes de que se cerrase el portal la presidenta ya tenía puesto el arnés y estaba demostrando muchísima menos delicadeza que el cartero. A pesar del dolor y lo desagradable del momento no dejé de acordarme de él, quizá por esa misma razón. Aquel día supondría un antes y un después en mi vida. Entretanto el perro no dejó de lamerte la cara desde la lesión.
A pesar del dolor me dormí y desperté con el sonido del claxon del camión del butano. Como a cámara lenta vi acercarse hacia el portal a un rudo repartidor con su mono naranja ceñido y una bombona sobre el hombro. Cerré el portal con llave sabiendo a ciencia cierta que el butanero era capaz de atravesarla sin perder velocidad en su trayectoria, por lo que rompí a llorar desesperada, inevitable y, por qué no decirlo, intencionadamente, por si lo del instinto paternal también funcionaba con aquel rudo profesional. Con la esperanza dibujada en mi rostro apareció en mitad de su camino la rubia del bar, mujer madura y despampanante, con su bombona vacía. Las intercambiaron y se subieron a la cabina del camión. No pude ver nada por culpa del reflejo del cristal de la ventana, pero el sonido de los amortiguadores del vehículo se impuso al del tráfico dejando claro que las bombonas no fueron lo único que intercambiaron. Era la oportunidad de oro de acostarme con la del bar, así que, me coloqué boca arriba mostrando la altivez y el vigor de mi miembro, intentando así llamar su atención. Era tal mi deseo, que no había reparado en que posiblemente también llamaría la atención del butanero, cuyo lomo peludo veía a continuación balanceándose rítmicamente dentro del camión. Terminaron y efectivamente llamé la atención de ambos, que se miraron sonrientes y sin llegar a vestirse fueron a por mí. ¡Dios mío, cómo hubiera podido conseguir que entrase al portal sólo ella! Pero les vi tan compenetrados... Al final, en una explosión de rabia enderecé mi cuerpo y me resigné a no probar las mieles de la camarera, porque ello hubiera supuesto entrar en contacto carnal con el macho naranja.
En aquel momento del día no podía con mi cuerpo y me desmayé frente a la puerta de casa.
Al despertar, entre pesadillas relacionadas con lo acontecido ese día, el primer rostro que encontré frente a mí fue el del cartero, sosteniendo entre sus manos una humeante taza de café. ¿Se estaría relajando después de haber abusado de mí? Pero me aseguró que no. Además, el café era para mí. Me había encontrado allí tendido, temblando, indefenso y, no pudiendo darme mi merecido sexual, prefirió esperar a que despertase y velar mi sueño para cuidarme después.

Aquel día no volvió a repetirse, pero sí los encuentros cada vez más frecuentes con el cartero, que me entregaba la correspondencia en mano y que no reparaba, o no parecía importarle, que las cartas que recibía las enviaba yo mismo.

viernes, enero 23, 2009

Anti liebre

El ambiente del estadio es impresionante. No hay un momento de silencio porque se están dando varias competiciones al mismo tiempo. Me recreo en la belleza de la saltadora sueca. Su salto ha sido nulo y creo que ha quedado descalificada. Lástima, aunque eso no resta hermosura a su rostro. Un corredor tropieza conmigo y ni siquiera me mira. Hay que ponerse sobre la línea, pues va a empezar la carrera y ni me he dado cuenta. Tampoco puedo evitar distraerme con la mirada perdida, contenida, concentrada del atleta con quien he tropezado. No puedo creer que alguien sea capaz de concentrarse de esa manera. Acaba de saludar a la parte del público que va a seguir los acontecimientos de la carrera en la que compito. Sabía que era una pose, a la espera del momento de saludar tras decir por megafonía su nombre. Perdido en estos pensamientos, despierto ante el anuncio del mío, que me trae a la realidad a velocidad de vértigo, sin que la cámara que pasa delante de nosotros recoja mi asustado saludo. Genial, he quedado como un imbécil delante de todo el país. Precisamente es mi compatriota quien me empuja hacia la línea de salida. Va a comenzar la carrera. Me incomoda la sensación pegajosa del dorsal en mi muslo.
El estruendo del pistoletazo de salida me empuja a competir. A mi derecha mi compañero toma la iniciativa y progresa hasta situarse en cabeza junto con los africanos, a los que creía tan perdidos como yo; supongo que ellos sí se concentran. Me mantengo en mitad de la estela que dejan el keniata, el marroquí, gran favorito, mi compañero y un ruso. Mi posición me da cierta tranquilidad y me permite disfrutar del ambiente del estadio, que vibra en la entrega de medallas de salto de altura, donde una representante del país organizador se encarama a lo más alto del podio a recibir la medalla de oro. Absorto por ello y emocionado, subo el ritmo de mi trote y tropiezo con el representante ruso, que me recrimina algo en su idioma. Le pido disculpas en el mío. A punto de caer, el traspié me permite escalar una posición casi sin querer, situándome junto a mi compatriota, que responde a mi “ataque” aumentando el ritmo y poniéndose momentáneamente en cabeza, pero el keniata neutraliza rápidamente su progresión. Este cúmulo de reacciones divide la carrera quedando en cabeza los africanos provisionalmente, el ruso, cuya rabia le ha llevado a luchar en cabeza contra pronóstico, mi compatriota y yo. Me parece increíble que una absurda distracción me lleve a luchar por subirme al cajón. Dos jóvenes ondean con ánimo una bandera de mi país a nuestro paso y me pregunto si serán familiares o amigos de mi compañero. Rápidamente descarto esa posibilidad, pues llevan la equipación oficial de paseo de la selección, supongo que serán miembros de ella, aunque no recuerdo haberles visto en la Villa Olímpica ni en mi vida. La campana que anuncia los últimos cuatrocientos metros me devuelve a la carrera, que lidera ahora mi compatriota, gracias al aliento de la hinchada, supongo. En este momento se estira el grupo en la cabeza y empiezan a haber los primeros ataques: mi compañero se sitúa en primer lugar y aumenta su ventaja sobre los africanos. El keniata, que no parece acusar el esfuerzo del cambio de ritmo, evita en tres zancadas que aquel se aleje. Después está el marroquí, unido al otro africano como si de unos siameses se tratase. En cuarta posición, y sin creérmelo demasiado, voy yo como privilegiado espectador, y detrás de mí el ruso encolerizado. A unos cien metros y perdiendo distancia nos sigue el resto de atletas. Me pregunto qué se les pasará por la cabeza mientras corren. La recta final sirve para devolver a mi compañero a la tercera plaza, donde se situó al principio, y para que el gran favorito, el veterano marroquí, supere sin miramientos al corredor de Kenia. Yo, ensimismado con el desenlace de la carrera, olvidé por completo al corredor ruso, que alcanzó la cuarta plaza justo en la línea de meta. Me apresuro a felicitarle y descifro en su idioma gestual que no entiende la carrera que hemos hecho. Es posible que mi baja forma mental haya influido en su desarrollo, pero sobre todo en el mío. Todavía no entiendo cómo he llegado a la final, no recuerdo haber hecho nada especial para lograr este quinto puesto. De todas formas me alivia pensar que mi comportamiento en la carrera no ha trastocado las aspiraciones de los tres favoritos.
El marroquí celebra el que seguramente sea su último oro con una bandera de su país a modo de capa; el keniata se abraza a unas jubilosas hinchas a pie de pista, que a su vez le dan una bandera de su país, que muestra al público en una suave carrera. Mi compañero charla con un reportero de televisión que le anima por haber conseguido un bronce que debería saber a oro, teniendo en cuenta que los africanos son imbatibles en el medio fondo.
El comentarista de la televisión de mi país me reclama en la zona mixta, y me acerco sin saber aún cómo analizar una carrera por la que debería sentirme orgulloso.

domingo, enero 18, 2009

A los que sueñan

Susana accionó la pieza metálica que abría las puertas y le encontró de espaldas. Se sentó enfrente y le dijo:
“Vaya, estás despierto.”
Iván se sorprendió:
“¿Esperabas que estuviera dormido?”
“No, soñando.”
“La verdad es que todo esto parece un sueño. ¿Te has cruzado por la calle con alguien esta mañana?”
“La verdad es que no. Ni en el Metro. ¿Has soñado alguna vez que estás soñando?”
“Pues, no.”
“Yo tampoco, pero he confundido alguna vez la realidad con un sueño, como ahora mismo.”
“¿Quieres que te pellizque?”
“Todavía no. Vamos a hacer una cosa, si sube alguien en la próxima estación es que estamos viviendo algo real; si no, se trata de un sueño.”
El tren apareció en la estación y vieron únicamente a dos viajeros parados en el andén, que subieron en otro vagón. Susana dijo:
“Vaya, pues es un sueño”
“¿Qué te hace pensarlo? Están justo detrás, existen.”
“Pero no en nuestro espacio. Es posible que ellos estén viviendo su propio sueño o que allí al lado se encuentre la realidad.”
“Entonces, en la siguiente nos cambiamos a ese otro vagón.”
A ella le gustó que le contradijera, significaba que estaba siguiéndole el juego. En la siguiente parada corrieron al coche posterior y se sentaron enfrente de aquellos dos pasajeros. Al ver que estaban dormidos Susana se puso a dibujarles. Iván vio que uno de ellos sostenía sobre sus rodillas un cuaderno con un retrato. Se acercó y era justo el que él mismo había hecho un par de días atrás. Después buscó a Susana y no la encontró, solo estaban los dos viajeros desconocidos y él. Después se fijó en el otro viajero y era Susana, pero estaba muerta. Asustado, se puso frente al que sostenía el cuaderno y descubrió que era él mismo y que estaba soñando.
A media mañana, Iván y Susana despertaron en la estación donde habitualmente toman el tren para ir a trabajar, cada uno en la suya. Él dejó pasar varios trenes hasta que la encontró en uno de ellos.

A los que duermen

En el metro hay varios tipos de personas: los que leen, los que duermen, los que escriben o dibujan y los que se fijan en todos ellos. Yo pertenezco a este último grupo, y en mi observación nunca había encontrado a nadie digno de interés, hasta que descubrí en mi vagón a la más hermosa representante de los que dibujan. Cada mañana procuraba acercarme a ella un poco más, hasta que un día conseguí ver uno de sus grabados: era el retrato de alguien que dormía plácidamente en un asiento. Poco tiempo después me di cuenta de que solamente dibujaba a los que duermen. Se pusiese donde se pusiese los encontraba en su campo visual.
Una mañana de gran afluencia de viajeros no pude localizarla y a punto de bajar en mi estación la encontré. Estaba dormida. En ese momento quedó un asiento libre frente a ella y me senté a observarla, a deleitarme por primera vez. Saqué mi cuaderno e intenté hacerle un retrato. Daba la impresión de que no dormía, porque a veces, cuando la miraba buscando un detalle, parecía esconder una sonrisa. No estoy muy dotado para el dibujo y quedó claro cuando lo terminé. Si en el mundo real ella dormía, en el retrato llevaba semanas muerta. Cuando terminé y cambié de andén busqué su rostro y me dedicó una sonrisa que se perdió por el túnel.
Esa noche no pegué ojo. La pasé entera mirando el rostro de la chica sobre el papel. Realmente era un desastre, pero me hacía recordar a la persona que había cambiado el color de mi vida y me iluminaba de tal manera que me hacía irreconocible. Fue como si hubiese pasado la noche con ella, porque cuando desperté sobre el escritorio tenía el retrato pegado en la frente. Nada más hallar un sitio libre en el vagón me quedé profundamente dormido. Apenas la busqué con la mirada, pero pudo más el cansancio.
Desperté casi al final del trayecto. Cuando me removí en el asiento un papel doblado resbaló por mi pecho y cayó al suelo. Lo desplegué y era yo mismo. Estaba tan conseguido que podría decir que me había dibujado soñando en vez de durmiendo. Al pie del dibujo había una nota que decía: “Por fin te pillé dormido. Me gustaría ver el retrato que me hiciste.”