Jacobo aguarda en la barra a que el
camarero le sirva su consumición. Lleva años yendo a la misma discoteca,
haciendo exactamente lo mismo. Tal es su compromiso con la rutina, que adora
que el camarero nunca entienda lo que le pide y que, a pesar de ello, siempre le
sirva lo mismo. Cuando recibe su combinado, lo paga y comprueba encantado que el
camarero ha cumplido el
pronóstico cometiendo el mismo error.
Con
el segundo trago apura su contenido, e inmediatamente después, sin haber
levantado el codo de la barra, pide la segunda copa, con
idéntico y erróneo resultado. Al encarar a la multitud tropieza con Daniela,
que, justo detrás soportaba el pavoneo de un pelmazo. Fruto del choque, el
contenido del vaso de tubo que sujeta Daniela, sale disparado sobre el muchacho.
Éste, con el orgullo empapado, da un manotazo en la cara a Jacobo y deja sobre
sus mejillas una leve capa del rocío de la copa derramada de Daniela. Saborea
los riachuelos que le caen por la cara y reconoce la combinación de sabores: es
aquello que siempre pide y nunca recibe. “Espero que a ella le guste esto
otro”, piensa, convencido de que el camarero va a ser incapaz de registrar el
pedido correctamente.
Jacobo vuelve a encarar a la
multitud, con cuidado, pero Daniela ya no está. A pesar de la comodidad que le
proporciona la rutina, estos cambios en el guión mezclados con el efecto del
alcohol y el volumen de la música le producen una especie de hormigueo por la
espalda que le hacen dar gracias por estar vivo. Sabe que si la rutina fuese
quedarse en casa, no habría cambios, improvisación ni estímulos. Después de
unos minutos abriéndose paso con las dos copas encuentra a alguien que cree que
es Daniela. La chica gira, y no es Daniela. Ella, al ver que Jacobo lleva dos
vasos de tubo, acepta uno de ellos y se lo quita de las manos; Jacobo lo
intenta recuperar, pero ella se resiste; forcejean, la copa se le cae encima y
la joven, en un acto reflejo, propina un rodillazo en la entrepierna de Jacobo,
que, retorcido de dolor, derrama su consumición encima .
Jacobo vuelve a la barra a por otra copa, pide lo de siempre y otea el
horizonte haciendo algo que no soporta que los hombres hagan en su presencia,
tocarse los genitales por encima del pantalón, pero es que solo consigue
aliviar el dolor mediante esa maniobra. A pesar de parecer un gesto muy varonil
siempre le ha parecido a Jacobo todo lo contrario: dos hombres sopesando sus
genitales uno frente al otro… Si fuera frente a una mujer, todavía, pero
resulta de muy mal gusto. Por fin localiza a Daniela en el extremo opuesto a la
barra donde se encuentra y espera que no le haya visto en actitud tan —o tan
poco— varonil.
“Segunda tentativa”, piensa, y como puede se sumerge en el gentío. A
mitad de camino entre la barra y la posición de Daniela aparece la muchacha
ofreciendo a Jacobo una copa y pidiéndote mil disculpas por el rodillazo anterior;
ella incluso le toca la zona golpeada con sumo cuidado como muestra de su
preocupación y arrepentimiento. En un nuevo acto reflejo, Jacobo se dobla en
posición fetal y se retira de su lado. Este movimiento no es nada viril, lo
reconoce. Rechaza la invitación y se inicia otro forcejeo. Jacobo no deja de
mirar hacia donde está Daniela y teme perderla de vista por culpa de la
muchacha, que se está poniendo muy pesada. Piensa que el primero que pierda la
paciencia va a vaciar el licor encima del otro y antes de terminar esta
reflexión le está chorreando por la cara. Jacobo se relame y comprueba con
estupor que el camarero tiene capacidad para servir esa copa en concreto, pero
nunca se la sirve a él, y esto le cabrea tanto que arroja a la muchacha la copa
de Daniela.
La estampa de Jacobo apoyado en la barra de espaldas al tumulto se
está convirtiendo en un elemento más de la decoración del bar. Y la aventura de
entregar la consumición a Daniela, en un reto. El camarero, en cuanto le ve
llegar, empapado, le prepara la copa, y Jacobo no se preocupa de qué le va a
poner. A estas alturas de la noche, piensa, Daniela ya habrá olvidado el
accidentado encuentro; se habrá pedido otra, incluso se habrá podido tomar dos.
En cualquier caso todas sus consumiciones están dentro de su organismo, no como
él, que la mayor parte la lleva sobre la ropa.
Amigo de las rutinas, lo que más molesta a Jacobo de ésta nueva —espera
en la barra, adquisición de la o las consumiciones, media vuelta de cara a la
multitud y búsqueda de Daniela— es que la muchacha se haya incluido en ese
guión y su trayectoria le interrumpa. Así que, por esta vez, y arriesgándose a
encariñarse de ella, busca a la muchacha para evitar su encuentro. Y la
localiza charlando —y chapoteando— con el pelmazo que inició está aventura. Por
fin algo de luz al final del túnel.
Y por fin localiza a Daniela allá a lo lejos. Y después de completar
la mitad del trayecto nadie le ha interrumpido y no se derramado una sola gota,
pero está exhausto y se muere de sed, así que, le da un tímido trago, y después,
insaciable, otro enorme que deja la copa medio vacía. En ese momento sus
miradas se encuentran y él no piensa volver a la barra por nada del mundo, así
que, encara a Daniela y aproximándose a ella apura la copa.
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