viernes, mayo 22, 2009

La niña de las botas katiuskas

El pomo de la puerta chirrió al girar. La silueta de mi madre tapó la poca luz que filtraba el cristal de la puerta del salón, frente a mi habitación. Entró muy despacio, con pasos largos y silenciosos entre las dos camas, sujetó la correa de la persiana lo más arriba que pudo y tiró hacia abajo con toda su fuerza de madre, convirtiéndola en una guillotina al revés. La explosión de luz nos llevó del sueño a la pesadilla de forma traumática. Mi madre aprovechó que la onda expansiva nos elevó un metro por encima de las sábanas para hacer las dos camas. A mí me habían despertado los golpecitos de una cortina de lluvia contra mi ventana, pero el susto me lo llevé de igual forma. Me gustaban los días desapacibles, aquellas gotas rebotando en el alféizar anunciaban que una compañera del colegio iría a clase con botas de agua, o katiuskas, como las llamábamos, y, ¡me encantaba! Me preguntaba si alguna chica, incluso la que a mí me gustaba, se sentiría atraída por mí, o por mis botas de agua, pero, o yo no era tan irresistible como para transmitir glamour a mi calzado, o nadie era tan observador como yo.
-¡Arriba, zánganos, que llegáis tarde! –gritó mi madre. Mi hermano, aunque parecía que le había afectado más el despertar, me adelantó para entrar al baño. Antes de poder reaccionar y elegir otra opción, mi madre me tiró del brazo hacia la cocina:
-¡Tú, a desayunar, luego te lavas!
Metí media galleta en la leche y desapareció. La leche se comportaba como el ácido. Mi madre la compraba de la marca Frixia, que era concentrada, y la mezclaba a partes iguales con agua, la hervía y nos la daba para consumirla en ese mismo instante, pues no podíamos llegar tarde, así que, echábamos agua fría en el fregadero y metíamos la taza, lo que sería un baño María invertido. Pero la temperatura de la leche acababa calentando el agua del fregadero. Salí de casa con el paladar inservible para el resto de la mañana.
Había dejado de llover. El muro que anunciaba el nombre de mi barrio chorreaba pequeños ríos de óxido que nacían en los hierros que formaban las palabras “Los Álamos”. Siempre que pasaba al lado recordaba que lo había pintado mi padre. Al salir a la calle Rioja ya iban apareciendo más estudiantes, en la siguiente calle otros pocos, y así sucesivamente hasta llenar el colegio de criaturas. Yo me entretuve zigzagueando de charco en charco, vaciándolos de un pisotón. Echaba de menos las mañanas de invierno, cuando las heladas congelaban los charcos; paraba en cada uno y los rompía en mil pedazos.
A punto de entrar en la primavera, eran más frecuentes los días con nubes de paso. Esa mañana corrían a cualquier otra parte del mundo para informar a otros niños de que las chicas que les gustaban irían a clase con botas katiuskas. Pero, ¿eran las nubes las que se movían, o éramos nosotros? Miré hacia ellas justo un dedo por encima del horizonte e invertí mi percepción del movimiento. Era la Tierra la que se movía, como si viviéramos en un barco gigante.
En la cuesta del colegio, apurando los últimos charcos, busqué las botas de mi compañera, pero no la encontré ni en la fila del patio ni después en el aula. Me hubiera contentado con poder sentarme en su pupitre, vacío aquella mañana. Miré por la ventana para pedirle al cielo una explicación. El Sol, que se movía en nuestra misma dirección, asomó un segundo entre dos nubes. Detrás escuché la puerta del aula cerrarse y unos pasos mojados corretear. Me quedé mirando hacia afuera para que nadie me viese sonreír.

jueves, mayo 14, 2009

Las musas

El dichoso plazo de entrega despeinaba con su aliento los bucles con los que mi melena decoraba la parte trasera de mis orejas. Cada mañana leía y releía frases como esta y las corregía o desechaba. Así que tomé mi carpeta de notas y salí a la calle, ese lugar donde la gente se agita sin orden, donde muchos comparten muy poco espacio, y donde sobrevive el más fuerte o el más chiflado. Conocía bien los mecanismos para utilizar el medio, pero no salí de mi casa con intención de abrazar el civismo, sino de atentar contra él, si fuera preciso, para recibir la chispa que pusiese en marcha mi imaginación.
Busqué la acera más concurrida y me dispuse a caminar con especial lentitud y en dirección contraria a la de más flujo. Un par de empellones me hicieron girar sobre mí mismo expulsándome de la riada como una peonza. Perdí el portafolio, que en mi rotación –como un Discóbolo- surgió por encima de la multitud y volvió a zambullirse dejando en el aire un chisporroteo de folios en blanco. En menos de un segundo perdí la noción del espacio, la carpeta y un zapato. A cambio no recibí ninguna idea, pero pude recuperar una hoja de papel llena de marcas de pisadas.
Caminé por el margen de la calzada, donde me sentía más seguro. Mi pie descalzo echaba humo y, antes de empezar a dejar una huella de color rojo en el suelo, subí al primer autobús que apareció. Una anciana, al ver mi aspecto, me cedió su asiento. Me fijé de que en cada parada subía el mismo número de personas que bajaba, por lo que no varió la ocupación del autobús. Fantaseé con que esa cápsula con ruedas, una vez completado el aforo, nos llevaría en un viaje sin fin por todo el mundo, y que allí dentro estarían, y de hecho estaban, los tipos de persona necesarios para crear una convivencia insoportable, el tipo de gente común que se distribuye por igual en una familia, en el trabajo, en la universidad, y que cada uno que bajaba era sustituido por su semejante, en cuanto a conducta o personalidad. Me aterró pensar que, por muy clara que tuviera esta idea, yo formaba parte de eso, así que, solicité bajar en la siguiente parada. La anciana recuperó su asiento y antes de bajarme, había una persona esperando para subir. Fascinante.
Bajé junto a un parque de atracciones y cojeé hasta allí dispuesto a experimentar nuevas sensaciones. Había mucha gente esperando para subir a la noria, y yo sentía un latido en el cerebro que, en ocasiones anteriores se había convertido en una idea genial. Es decir, tenía prisa, y dudaba que embutido en esa masa humana fuera a surgir nada brillante, así que corrí a una atracción cercana, la montaña rusa. El extraño hecho de que la noria estuviera más solicitada que la montaña rusa me entusiasmo y aceleró la sensación de que algo grande iba a salir de mi cabeza. Una vez ajustado al asiento y mecido por el suave arranque del carrusel, tomé un folio, preparé el bolígrafo y cerré los ojos a la espera de la explosión de luz de la inspiración. No apareció ni siquiera un destello, pero sí una fuerte agitación, como si mi cerebro fuese libre de sufrir el violento veredicto que la gravedad imponía al resto de mis órganos. De no haber sido por mi ceguera voluntaria, hubiera previsto que a esa tranquila subida le seguía una bajada de infarto que del susto me hizo agarrar la barra de sujeción y, por lo tanto, soltar los aperos de escritura y arruinar mi momento creativo, si acaso hubiera aparecido.
Me di cuenta de que abandonar mis hábitos de trabajo no sólo me desconcertaba, sino que además me ponía física y psicológicamente en peligro. Semidescalzo y abatido descarté volver a casa en autobús y pensé en el metro. Encontraba similitudes entre ambos medios de transporte, pero me daba la sensación de que en el metro la gente se comportaba de una manera diferente que en la superficie. No tenía nada que no hubiera perdido ya, y quizá un paseo por el lado subterráneo me podría reportar algo interesante para el desarrollo de mi trabajo.
Llegué al andén y descarté el tren que estaba parado en la estación. El pitido del cierre de puertas no dio tregua y, aunque alertó con tiempo a los rezagados, uno de ellos entró, pero no del todo: aceleró mientras las puertas se cerraban y consiguió entrar, quedando uno de sus pies atrapado fuera del vagón. El joven intentó introducirlo cuando el tren se puso en marcha y lo consiguió pocos metros antes de entrar en el túnel, con la mala suerte de perder su zapato en la maniobra. El lado subterráneo me acababa de regalar un zapato. Subí al siguiente tren y cuando empezaba a pensar en volver a casa se anunció por megafonía:
- Próxima estación, Las Musas.