lunes, noviembre 23, 2009

Era evidente

Ordenó a su cuerpo que se sentase al borde de la cama, y lo hizo. Después, pidió a sus pies que buscaran el refugio de las pantuflas, y siguieron las instrucciones al pie de la letra.
Despertó con la sensación de no poder dominar su cuerpo, como si no lo reconociese. Y es que no lo sentía; ni sus nalgas sobre la cama, ni el calor de los pies dentro de las zapatillas, ni la caricia de sus manos. Ni siquiera se dio cuenta de que le temblaba la mandíbula. Permaneció inmóvil durante unos minutos. Al fin se levantó y vio que mantenía el equilibrio sin esfuerzo, pero no le tranquilizó. A tientas, encontró la llave de la luz, que le situó en un dormitorio bastante amplio. En un lado de la cama respiraba un bulto cubierto por una sábana. Después pulsó al mismo tiempo los interruptores del dormitorio y del vestidor, de modo que apagó la luz de uno y encendió la del otro. Como no lo consiguió exactamente al mismo tiempo, volvió a intentarlo a la inversa, quedando a oscuras el vestidor e iluminado el dormitorio. Eso provocó que el bulto de la cama diese un respingo, murmurase algo ininteligible y continuara durmiendo plácidamente. Se acercó a un espejo del vestidor y comprobó que no era él. Eso le impresionó, pero le tranquilizaba más que haber perdido el sentido del tacto. Más tranquilo, jugó con los interruptores hasta que consideró que había conseguido pulsarlos al mismo tiempo, quedando finalmente encendida la lámpara del dormitorio y apagada la del vestidor. El bulto de la cama volvió a refunfuñar por lo que apagó la luz finalmente.
Hizo recuento de sus facultades. Podía ver, de hecho nunca había soñado ni conocía a nadie que hubiera sido ciego en sueños. También podía oír; percibió el ruido de la calle, el de los interruptores, que instintivamente volvió a pulsar, y el del roce de las sábanas y el gruñido de la persona que estaba en la cama. Abrió uno de los cajones del armario y hundió la cara en el de la ropa interior; después fue levantándola y recogiendo en sus fosas nasales toda la fragancia que había allí guardada. Encontró un olor agradable, que no supo definir, pero que imaginó que sería una mezcla de detergente, suavizante y los perfumes habituales de los propietarios de las prendas con sus olores corporales. Ninguno de esos ingredientes le resultaba familiar. Tentado estuvo de pasar la lengua por la ropa para testar el último sentido que le quedaba, pero esperó a encontrar otra forma de averiguarlo.
Abrió los brazos todo lo que pudo, pero no consiguió llegar desde el interruptor del vestidor al del pasillo, así que, dejó la luz del primero encendida, encendió la del segundo, y volvió para apagar la primera. El bulto de la cama se irguió:
-¡Qué coño haces con las luces!
Como ya había apagado la luz del vestidor, no pudo ver de quién era la voz, pero sí supo que era de una mujer. Salió rápidamente hacia el pasillo, localizó la cocina, encendió su luz y apagó la del pasillo.
Preparó café y metió un par de rebanadas de pan en una tostadora. Apoyado en la mesa, se deleitó con el olor del café y del pan que poco a poco se tostaba. Tras pellizcarse hasta hacer un pequeño enrojecimiento en el antebrazo, fantaseó con que ese mismo sueño lo estuviera viviendo el hombre que había visto en el espejo, con la diferencia de que aquel sí sentiría su cuerpo aunque no lo controlaría.
Mientras se hacía el desayuno buscó dónde ducharse. Al otro lado de la cocina sólo encontró un aseo. Como había temido, el cuarto de baño estaba dentro del dormitorio. Esta vez no encendió ninguna luz, se había aprendido el camino.
Entró, cerró la puerta y encendió la luz, cuyo interruptor estaba dividido en dos: uno encendía los alógenos del techo y el otro dos lamparillas sobre el espejo. Allí se dejó llevar por su obsesión y convirtió el cuarto de baño en algo parecido a una discoteca. Buscó el gel de afeitar y lo extendió por la cara. Hundió la maquinilla de afeitar en la capa de espuma y miró a los ojos del desconocido frente al espejo sin hallar otra expresión que no fuera la suya propia, pero en la cara de otra persona. Se afeitó sin ningún cuidado, recreándose en la idea de que el sueño del hombre del espejo se hubiera convertido en una pesadilla. En la ducha le maravilló la sensación de recibir el chorro de agua y no sentirlo y pasó un buen rato jugando con la temperatura: o casi helada, o muy, muy caliente.
Salió de la ducha, del cuarto de baño, enfiló el pasillo –encendió la luz- y fue a la cocina sin secarse, sin ponerse albornoz ni toalla. La sensación de caminar sin sentir el cuerpo era como levitar.
El gusto era el sentido que le faltara por comprobar. Llenó una taza de café, sacó las dos rebanadas de pan de la tostadora, tomó la mantequilla y la mermelada de la nevera y se sentó a desayunar.
Volvió al vestidor y se puso ropa interior. Se asomó a la puerta del dormitorio y miró hacia la cama donde descansaba algo mitad mujer y mitad bulto; la sábana se le enredaba mostrando parte de una piel bien cuidada y unas curvas, que, iluminadas por la luz del pasillo, le daban un aspecto de dunas. Exploró aquella cálida superficie hasta dar con el oasis de su rostro. No se dio cuenta de que estaba muy excitado. Se desnudó y se metió despacio en la cama. Con la primera caricia, la mujer, boca abajo, rezongó. Era una lástima que no pudiera sentir nada. La liberó de las sábanas y dejó su cuerpo al descubierto. Llevaba puesto un coulotte de color rojo, que retiró con sumo cuidado. Sin pensarlo dos veces, se zambulló bajo las sábanas e hizo el amor a la mujer.
Tendido sobre la cama, abrazado a ella, fantaseó con la idea de haber cometido adulterio, una violación o incluso un trío, pero lo que más le inquietó fue no saber quién había poseído a quién. Perdido en estas dudas, fue recobrando la sensibilidad a medida que se iba quedando dormido.

El hombre del espejo despertó empapado en sudor. Ordenó a su cuerpo que se sentase al borde de la cama, y lo hizo. Después, pidió a sus pies que buscaran el refugio de las pantuflas, y siguieron las instrucciones al pie de la letra. Se palpó y notó su cuerpo. Consultó la hora: las cuatro. Desde el cuarto de baño hacia el pasillo –iluminado-, se perdían unas huellas de agua, y volvían hasta ser absorbidas por el coulotte rojo de su mujer, tirado en el suelo. Siguió las huellas. En la mesa de la cocina había parte de un desayuno. Tenía en la boca sabor a café. Encima de la mesa, como si fuera un bodegón, había una taza de café vacía y dos tostadas.
Salió de la cocina, apagó la luz, también la del pasillo, entró al cuarto de baño y se puso frente al espejo, a oscuras. Encendió la luz y se encontró a sí mismo reflejado.
- ¡Qué estupidez! —pensó ¿A quién esperaba encontrar?