lunes, octubre 30, 2006

Domingo, Lunes... (4)

Ni que decir tiene que mi novia me abandonó. Bueno, la abandoné yo a ella con ayuda de los dos súper sanitarios que me acompañaron a mi nueva residencia, pero luego ella me comunicó que no volviera a buscarla si conseguía salir de allí cuerdo. ¿A qué se refería con aquello de cuerdo? Yo estaba bien de la cabeza aunque la mala suerte intentara demostrar lo contrario. Total, que mientras me adaptaba a mi nueva realidad olvidé por completo a Sharon, o mejor dicho, había dado por hecho que no tenía novia, después de todo aquello que pasó con el piso y de mi empeño suicida en pertenecer a la misma realidad temporal que el resto de la sociedad. Así que, por una cosa o por otra, lo mío con Sharon había terminado. Pero ella, por lo visto, no me olvidó a mí, a pesar de su amargo adiós.
Conocí a Sharon en un programa de testimonios en televisión. Me contrataron para representar un reencuentro con un ser querido y Sharon era la presentadora. Creo que nos enamoramos en la entrevista, donde recibí el guión. Después del ensayo comimos juntos y ya no nos separamos hasta el día del incendio. El mejor momento de su carrera –económicamente hablando- coincidió con nuestra época más dulce. De aquel programa pasó a colaborar en programas de prensa rosa, donde todo el mundo hablaba al mismo tiempo agitando folios y algunos famosos presentaban sus cortometrajes, que luego los colaboradores comentaban. A pesar de la pasta que cobraba odiaba su profesión, pero precisamente el estar forradísima era lo que le impedía apreciar el intenso olor a mierda.
Apenas salí de la ducha me avisaron de que tenía visita. Las visitas tenían lugar en la sala de TV. Allí estaba Sharon haciendo zapping extremo mientras uno de mis vecinos le dedicaba miradas llenas de odio por no poder jugar su partida de Play. Cuando me vio entrar metió el mando en el bolso apresuradamente. Por casualidad apareció su rostro desencajado en la pantalla, lo que cambió el gesto del vecino para siempre, temo, pues congeló una sonrisa estúpida en su rostro y no se despegó de Sharon mientras estuvo allí. Podría haberse dado una situación hermosa de reconciliación de no ser por su inusual nerviosismo y porque, sin mediar palabra –inteligible-, cogió al vecino del brazo y se lo llevó de la sala. Me dijo que había traído algo para mí y que había olvidado en el coche, o eso me pareció entender. Me pidió encarecidamente que no me moviera de allí. Aguardé un minuto y apenas empecé a apreciar el sospechoso olor a almendras amargas sucedió la explosión.

lunes, octubre 23, 2006

Domingo, Lunes... (3)

Nada en mi nuevo hogar hacía sospechar que aquel sobrio edificio era un manicomio, o como quieran llamarlo ahora. Sí me extrañó que la práctica totalidad de mis vecinos no pusieran reparos en dejar aflorar sus vergonzantes excentricidades a la luz. Por mi experiencia en otras convivencias podía afirmar que en estas cabe de todo, necesariamente, es decir, que en cada convivencia tiene que haber personas tranquilas, personas emocionalmente equilibradas, personas representantes del mal más o menos humildes, los indolentes, los pasivos, los escandalosos, los insociables, etcétera, pero es que en mi vecindario estaba metido lo peor de cada casa y los representantes del mal, afortunadamente, eran el casero y su “equipo humano” (que empeño en mantener vivo el ambiente sórdido de la urbanización) nada más, de momento. Vamos, que eran los únicos que habían demostrado ser gentuza, aunque, eso sí, la del mal era la única sociedad que funcionaba como un reloj suizo.
Era un edificio de seis plantas con diez viviendas cada una. Apenas teníamos contacto con los vecinos de las demás plantas, por lo que no sabíamos por qué ellos sí podían salir a la calle, aunque sólo fuera hasta el perímetro de la urbanización. Ni siquiera compartíamos comedor, gimnasio, sala de lectura o sala de televisión, pues cada planta disponía de todas esas salas e instalaciones. Mi puerta era la 605, tenía un cuarto de baño, un dormitorio y una salita con tv. Cocina no necesitaba porque todos comíamos en el comedor, que extendía paralelo al pasillo central, por el que se llegaba a las viviendas. Enfrente estaban la sala de lectura y la de televisión. La de lectura era tan ridícula que había sido absorbida por la inmensa biblioteca de Wan Trij-Il, un ex-ministro de cultura norcoreano al que, según él admite, su gobierno sacó de quicio ignorando su cartera, y que habitaba tras la puerta número 610, frente a la biblioteca, su biblioteca. En la sala de la tele no se veia la tele, se jugaba a la Play Station, únicamente a un juego de fútbol, organizándose cada año una competición paralela a la que se celebraba de verdad. Nadie se quejaba, todos preferíamos la liga virtual a la real, y los contenidos habituales de la programación televisiva no los entendía nadie y nos aburría. Al final del pasillo, al otro lado de las viviendas, en el vestíbulo de los ascensores había una especie de puesto fronterizo donde pasaban el tiempo las fuerzas del orden. Desde allí salían las patrullas y era el almacen de los fármacos que nos suministraban. ¿Por qué nos medicaban? Nadie lo sabe. Yo escondía las pastillas que me daban y se las daba a Procopio, de la 601, un mago mentalista superado por su poder mental.
No me quitaba de la cabeza la idea de que aquello pudiera ser un manicomio. En mi vida había estado en uno, ni de visita, y no sabía cómo eran por dentro. Lo que sí sabía era que yo no estaba loco, así que, eso no era un manicomio, y punto. Donde sí había estado antes, muchas veces, era en una vivienda, y tampoco esto lo parecía, pero teniendo en cuenta que los gobernantes habían declarado a los pisos de 25m2 "vivienda digna" y que el mío tenía 26m2, podía decirse que tenía una casa muy apañá, una cucada. Por otro lado, en alguna de las viviendas en las que habité anteriormente había sufrido la tiranía del presidente de la comunidad. Como a nadie le gustaba serlo por la responsabilidad que entrañaba todos dejaban que lo fuera aquel dictador, que gobernaba a sus anchas. No llegaba a parecerse al caso del casero y la gente que le respaldaba, estos iban más lejos: llevaban la misma indumentaria, todos de riguroso blanco, utilizaban las instalaciones a su antojo y no dudaban en reducir a cualquier vecino, joven o viejo, a base de mamporrazos y medicación.
La gente se quejaba de que el régimen de visitas era anticonstitucional. No se qué significa esto, pero debía ser un insulto muy grave, pues los hombres y mujeres al servicio dictatorial del casero montaban en cólera y sembraban el caos. Yo no había recibido ninguna visita desde que llegué allí, pero tampoco esperaba a nadie, por lo que me parecía exagerado todo aquello, tanto las protestas vecinales como la reacción gubernamental. En algo estaba de acuerdo, que si no dejaban entrar a nadie de visita, que al menos nos dejaran salir.
Curiosamente, un día después de aquellas manifestaciones recibí una visita inesperada: mi novia Sharon.

miércoles, octubre 04, 2006

Celos

Hoy he vuelto del curro de mala hostia. Pensaba escribir sobre mi estado de ánimo cuando llegase a casa pero de camino, dándole vueltas al asunto, he llegado a la conclusión de que mi mosqueo, en un 90%, era por mi culpa, así que, a callar. Pero el mosqueo se ha instalado en mi casa, se ha zampado mi comida y ahora me agobia observando lo escribo surfeando mi hombro izquierdo. Tiene que haber algo aparte de asumir mi parte de culpa para conseguir un equilibrio emocional medianamente apto. Mientras lo pienso os hablo de otra cosa.

El miércoles 27 de septiembre fue mi última visita al dentista después de nueve meses, prácticamente lo que llevamos de año. Nunca he sentido pánico a los dentistas ni al molesto sonido que emiten sus ofensivos instrumentos de trabajo, pero de ahí a echarlos de menos... El otro día cuando terminó mi consulta, esperando a la auxiliar para pagar lo que debía, vi cómo entraba el siguiente paciente y cómo era presentado al dentista. No se conocían, era su primera visita. Sentí en mi interior un desasosiego comparable al que se siente cuando encuentras a tu pareja en tu cama practicando sexo consentido con un desconocido (para tí) cuya apariencia te recuerda a tí mismo. Celos. Y pude ver la mueca amistosa que le dedicaba al intruso, la misma que me dedicó a mí la primera vez que me trató. Pensé: "se acabó". Pero lamentablemente olvidamos un asunto, que yo fui al dentista porque tengo brusismo, que es algo así como apretar los dientes unos contra otros y rechinarlos durante la noche, cargándotelos, y, una vez terminada la reparación dental, necesitaba una protección para mis parcheados a base de bien y flamantes dientes. Necesitaba que me hicieran, con un molde de mi piñata, una férula de descarga, algo parecido a lo que llevan los luchadores de boxeo y algunos ministros para protegerse la dentadura en un combate. Así que llamé ayer y me dieron cita para el próximo miércoles. ¡Me va a oir!