viernes, agosto 17, 2012

Baño de multitudes


            Jacobo aguarda en la barra a que el camarero le sirva su consumición. Lleva años yendo a la misma discoteca, haciendo exactamente lo mismo. Tal es su compromiso con la rutina, que adora que el camarero nunca entienda lo que le pide y que, a pesar de ello, siempre le sirva lo mismo. Cuando recibe su combinado, lo paga y comprueba encantado que el camarero ha cumplido el pronóstico cometiendo el mismo error.
            Con el segundo trago apura su contenido, e inmediatamente después, sin haber levantado el codo de la barra, pide la segunda copa, con idéntico y erróneo resultado. Al encarar a la multitud tropieza con Daniela, que, justo detrás soportaba el pavoneo de un pelmazo. Fruto del choque, el contenido del vaso de tubo que sujeta Daniela, sale disparado sobre el muchacho. Éste, con el orgullo empapado, da un manotazo en la cara a Jacobo y deja sobre sus mejillas una leve capa del rocío de la copa derramada de Daniela. Saborea los riachuelos que le caen por la cara y reconoce la combinación de sabores: es aquello que siempre pide y nunca recibe. “Espero que a ella le guste esto otro”, piensa, convencido de que el camarero va a ser incapaz de registrar el pedido correctamente.
            Jacobo vuelve a encarar a la multitud, con cuidado, pero Daniela ya no está. A pesar de la comodidad que le proporciona la rutina, estos cambios en el guión mezclados con el efecto del alcohol y el volumen de la música le producen una especie de hormigueo por la espalda que le hacen dar gracias por estar vivo. Sabe que si la rutina fuese quedarse en casa, no habría cambios, improvisación ni estímulos. Después de unos minutos abriéndose paso con las dos copas encuentra a alguien que cree que es Daniela. La chica gira, y no es Daniela. Ella, al ver que Jacobo lleva dos vasos de tubo, acepta uno de ellos y se lo quita de las manos; Jacobo lo intenta recuperar, pero ella se resiste; forcejean, la copa se le cae encima y la joven, en un acto reflejo, propina un rodillazo en la entrepierna de Jacobo, que, retorcido de dolor, derrama su consumición encima .
Jacobo vuelve a la barra a por otra copa, pide lo de siempre y otea el horizonte haciendo algo que no soporta que los hombres hagan en su presencia, tocarse los genitales por encima del pantalón, pero es que solo consigue aliviar el dolor mediante esa maniobra. A pesar de parecer un gesto muy varonil siempre le ha parecido a Jacobo todo lo contrario: dos hombres sopesando sus genitales uno frente al otro… Si fuera frente a una mujer, todavía, pero resulta de muy mal gusto. Por fin localiza a Daniela en el extremo opuesto a la barra donde se encuentra y espera que no le haya visto en actitud tan —o tan poco— varonil.
“Segunda tentativa”, piensa, y como puede se sumerge en el gentío. A mitad de camino entre la barra y la posición de Daniela aparece la muchacha ofreciendo a Jacobo una copa y pidiéndote mil disculpas por el rodillazo anterior; ella incluso le toca la zona golpeada con sumo cuidado como muestra de su preocupación y arrepentimiento. En un nuevo acto reflejo, Jacobo se dobla en posición fetal y se retira de su lado. Este movimiento no es nada viril, lo reconoce. Rechaza la invitación y se inicia otro forcejeo. Jacobo no deja de mirar hacia donde está Daniela y teme perderla de vista por culpa de la muchacha, que se está poniendo muy pesada. Piensa que el primero que pierda la paciencia va a vaciar el licor encima del otro y antes de terminar esta reflexión le está chorreando por la cara. Jacobo se relame y comprueba con estupor que el camarero tiene capacidad para servir esa copa en concreto, pero nunca se la sirve a él, y esto le cabrea tanto que arroja a la muchacha la copa de Daniela.
La estampa de Jacobo apoyado en la barra de espaldas al tumulto se está convirtiendo en un elemento más de la decoración del bar. Y la aventura de entregar la consumición a Daniela, en un reto. El camarero, en cuanto le ve llegar, empapado, le prepara la copa, y Jacobo no se preocupa de qué le va a poner. A estas alturas de la noche, piensa, Daniela ya habrá olvidado el accidentado encuentro; se habrá pedido otra, incluso se habrá podido tomar dos. En cualquier caso todas sus consumiciones están dentro de su organismo, no como él, que la mayor parte la lleva sobre la ropa.
Amigo de las rutinas, lo que más molesta a Jacobo de ésta nueva —espera en la barra, adquisición de la o las consumiciones, media vuelta de cara a la multitud y búsqueda de Daniela— es que la muchacha se haya incluido en ese guión y su trayectoria le interrumpa. Así que, por esta vez, y arriesgándose a encariñarse de ella, busca a la muchacha para evitar su encuentro. Y la localiza charlando —y chapoteando— con el pelmazo que inició está aventura. Por fin algo de luz al final del túnel.
Y por fin localiza a Daniela allá a lo lejos. Y después de completar la mitad del trayecto nadie le ha interrumpido y no se derramado una sola gota, pero está exhausto y se muere de sed, así que, le da un tímido trago, y después, insaciable, otro enorme que deja la copa medio vacía. En ese momento sus miradas se encuentran y él no piensa volver a la barra por nada del mundo, así que, encara a Daniela y aproximándose a ella apura la copa.

lunes, junio 25, 2012

Ese alguien

El cañón exhala un humo que me ofende, como el del cigarro de un mafioso o el de esas mujeres fatales que no soporto. Alguien silba una vieja canción infantil. Detrás del arma asoma ese alguien, que me mira con una mezcla de extrañeza y curiosidad primero, como intentando descifrar algo, y de sorpresa después. Luego me pasa un pañuelo por la cara que cuando retira está empapado en sangre, y examina el lugar de donde emana, y sus ojos se iluminan y se llenan de una emoción nada contagiosa. Me ha disparado, estoy seguro de ello, pero no lo recuerdo ni noto absolutamente nada. Y ese olor... Como a clínica dental. Sí, y a pólvora. Huele a clínica donde los dentistas anestesian con un revólver, un nivel más, tan solo, en la escala de la crueldad de los odontólogos. Dobla su pañuelo sobre la parte manchada y tapa el orificio que ha hecho en mi cráneo y lo mantiene ahí. Esa canción... ¿Habrá fallado? Si su intención era matarme, claro. No puedo moverme ¿Estaré muerto? Descartes... Pienso, luego, existo. Qué sabría él de la muerte. No pudo reflexionar sobre ello ni sobre el pensamiento tras ella. Tal vez sí pudo, tuvo su oportunidad, como todo el mundo, pero, ¿cómo hacernos llegar sus conclusiones? Si trabajó sobre el tema, fue tras fallecer, por lo tanto... Quizá nos pasamos la muerte reflexionando sobre lo incomprensible de la vida. Con el pañuelo por encima de mis ojos y el cañón enfriándose delante de ellos ese alguien me sonríe con suficiencia. Posiblemente me hubiera podido perforar el cerebro con su mirada, tan intensa. ¿Cómo fingir que estoy muerto para que me deje en paz? Debe haber algo vivo en la expresión de mis ojos. Peor es si sobrevivo en unas condiciones en las que preferiría estar muerto. ¿Cómo finjo estarlo? ¿Cómo conseguir que me dejen morir? No me llegan a la mente imágenes del pasado, ni un breve resumen de mi vida.  Siempre imaginé que ocurriría. Quizás no ha llegado mi hora. Pero, ¿por qué esto no me tranquiliza? Quizás porque pensar en las veces que fantaseaba con esa idea es lo mismo que tener un recuerdo del pasado. No, no, yo entonces me refería al recuerdo de experiencias vividas, no imaginadas. Definitivamente no es mi hora. Esa maldita canción infantil. Es inútil, no puedo evitar darle vueltas a la cabeza y enlazar un pensamiento con un recuerdo. Asumo el fin. Este alguien examina la herida, que continúa escupiendo sangre, exhausta. Qué esperaba. En su aparente preocupación deja de mirarme y baja el arma. Si pudiera moverme, actuaría con la rapidez de un súper héroe, como había fantaseado miles de veces; el primer pmovimiento sería lo más delicado, me haría ganar tiempo para ponerme en pie, y derribar a mi asesino. El arma homicida -¿homicida?- dice que no, como si pudiera leerme el pensamiento. No, qué, ¿que no voy a morir? ¿Que no me haga el héroe? Se balancea despacio a un lado y a otro de mi nariz, como esas personas que me miran cuando hablo y sus ojos, incapaces de mirar de forma independiente a cada uno de los míos, se mueven rápido mirando a uno y a otro, a uno y a otro, sin perder detalle de mi expresión... Yo nunca miro a los ojos, me da miedo que descubran algo oscuro dentro de mí. Me he perdido tantas miradas... Llenas de luz, que tal vez iluminaran mi interior y descubriesen lo que nunca me he atrevido a mostrar. ¡Qué miedo a enamorarme, toda la vida! Qué miedo a no estar a la altura, a no ser digno. Esa vieja canción infantil... Su letra determinará cuál de mis ojos recibirá el impacto ――¿el segundo? ¿El último?――. Y la canción termina. Y el baile del cañón se detiene. Y es falso eso de que se ve pasar la vida justo antes de morir.