lunes, octubre 23, 2006

Domingo, Lunes... (3)

Nada en mi nuevo hogar hacía sospechar que aquel sobrio edificio era un manicomio, o como quieran llamarlo ahora. Sí me extrañó que la práctica totalidad de mis vecinos no pusieran reparos en dejar aflorar sus vergonzantes excentricidades a la luz. Por mi experiencia en otras convivencias podía afirmar que en estas cabe de todo, necesariamente, es decir, que en cada convivencia tiene que haber personas tranquilas, personas emocionalmente equilibradas, personas representantes del mal más o menos humildes, los indolentes, los pasivos, los escandalosos, los insociables, etcétera, pero es que en mi vecindario estaba metido lo peor de cada casa y los representantes del mal, afortunadamente, eran el casero y su “equipo humano” (que empeño en mantener vivo el ambiente sórdido de la urbanización) nada más, de momento. Vamos, que eran los únicos que habían demostrado ser gentuza, aunque, eso sí, la del mal era la única sociedad que funcionaba como un reloj suizo.
Era un edificio de seis plantas con diez viviendas cada una. Apenas teníamos contacto con los vecinos de las demás plantas, por lo que no sabíamos por qué ellos sí podían salir a la calle, aunque sólo fuera hasta el perímetro de la urbanización. Ni siquiera compartíamos comedor, gimnasio, sala de lectura o sala de televisión, pues cada planta disponía de todas esas salas e instalaciones. Mi puerta era la 605, tenía un cuarto de baño, un dormitorio y una salita con tv. Cocina no necesitaba porque todos comíamos en el comedor, que extendía paralelo al pasillo central, por el que se llegaba a las viviendas. Enfrente estaban la sala de lectura y la de televisión. La de lectura era tan ridícula que había sido absorbida por la inmensa biblioteca de Wan Trij-Il, un ex-ministro de cultura norcoreano al que, según él admite, su gobierno sacó de quicio ignorando su cartera, y que habitaba tras la puerta número 610, frente a la biblioteca, su biblioteca. En la sala de la tele no se veia la tele, se jugaba a la Play Station, únicamente a un juego de fútbol, organizándose cada año una competición paralela a la que se celebraba de verdad. Nadie se quejaba, todos preferíamos la liga virtual a la real, y los contenidos habituales de la programación televisiva no los entendía nadie y nos aburría. Al final del pasillo, al otro lado de las viviendas, en el vestíbulo de los ascensores había una especie de puesto fronterizo donde pasaban el tiempo las fuerzas del orden. Desde allí salían las patrullas y era el almacen de los fármacos que nos suministraban. ¿Por qué nos medicaban? Nadie lo sabe. Yo escondía las pastillas que me daban y se las daba a Procopio, de la 601, un mago mentalista superado por su poder mental.
No me quitaba de la cabeza la idea de que aquello pudiera ser un manicomio. En mi vida había estado en uno, ni de visita, y no sabía cómo eran por dentro. Lo que sí sabía era que yo no estaba loco, así que, eso no era un manicomio, y punto. Donde sí había estado antes, muchas veces, era en una vivienda, y tampoco esto lo parecía, pero teniendo en cuenta que los gobernantes habían declarado a los pisos de 25m2 "vivienda digna" y que el mío tenía 26m2, podía decirse que tenía una casa muy apañá, una cucada. Por otro lado, en alguna de las viviendas en las que habité anteriormente había sufrido la tiranía del presidente de la comunidad. Como a nadie le gustaba serlo por la responsabilidad que entrañaba todos dejaban que lo fuera aquel dictador, que gobernaba a sus anchas. No llegaba a parecerse al caso del casero y la gente que le respaldaba, estos iban más lejos: llevaban la misma indumentaria, todos de riguroso blanco, utilizaban las instalaciones a su antojo y no dudaban en reducir a cualquier vecino, joven o viejo, a base de mamporrazos y medicación.
La gente se quejaba de que el régimen de visitas era anticonstitucional. No se qué significa esto, pero debía ser un insulto muy grave, pues los hombres y mujeres al servicio dictatorial del casero montaban en cólera y sembraban el caos. Yo no había recibido ninguna visita desde que llegué allí, pero tampoco esperaba a nadie, por lo que me parecía exagerado todo aquello, tanto las protestas vecinales como la reacción gubernamental. En algo estaba de acuerdo, que si no dejaban entrar a nadie de visita, que al menos nos dejaran salir.
Curiosamente, un día después de aquellas manifestaciones recibí una visita inesperada: mi novia Sharon.

3 comentarios:

Alfonso dijo...

Ahora se por dónde tirar. Cuando empecé se me ocurrió continuarlo, pero no tenía claro cómo. Ahora creo que sí. Ya se verá.

La Sombra del Mal dijo...

Quienes somos los locos, nosotros, los demás. ¡ Acaso todos !

Sigue esta historia me interesa ver donde puede llevarnos.

Corsario con parche en el Ojo dijo...

Creo que cuando uno entra en una casa de locos aunque sea literariamente, corre el peligro de quedarse allí encerrado. Ve con cuidado. Suerte en este viaje de locos.