miércoles, septiembre 22, 2010

¿En qué piensas?

Nada más acomodarse en su asiento, Andrés abrochó el cinturón de seguridad y se puso el antifaz de la compañía aérea. Tomó la mano de su novia y buscó en su mente una imagen del Universo.
De pequeño, Andrés jugaba a viajar en el espacio, a definir su lugar en el mundo. Se tumbaba en la cama y se elevaba mentalmente: su dormitorio, su casa, su portal, su urbanización, su barrio, su ciudad, su país, su continente, el Planeta Tierra... hasta llegar al lugar que se le ocurría más remoto, donde permanecía largos períodos de tiempo sus padres le observaban con una mezcla de miedo y pena. Flotando en el Universo, fantaseaba con que miles de millones de personas emergían desde La Tierra practicando el mismo ejercicio de imaginación. Miles de millones de destellos en todas direcciones, mentes proyectadas como meteoritos de vuelta al espacio.
Los viajes virtuales de su niñez reafirmaban su individualidad, su Yo indivisible, pero con el paso del tiempo se fue dando cuenta de que en cada parte del mundo tenía una cualidad diferente, un Yo distinto. Se sorprendió la primera vez que hicieron referencia a su forma de hablar o a su acento. Lejos de sentirse ofendido, le divirtió descubrir aquello que le identificaba con su lugar de nacimiento. Aprendió que era diferente a los demás así como los demás lo eran de él. En España no se sentía español, ni madrileño en Madrid, y esto le había provocado un complejo que desapareció la primera vez que salió de su país. En su primer viaje a América le hicieron ver lo europeo que era, singularidad en la que nunca antes había reparado. De lo que sí presumía era de haber nacido y crecido en su barrio, que no es que fuera mejor que cualquier otro, ni que tuviese nada especial, pero era el suyo y se sentía orgulloso de ello.
Se retiró el antifaz y observó al pasaje. Pensó que, para cada uno de ellos, fuera cual fuese su nacionalidad, él sería una persona diferente. Imaginó entonces que si cada “Andrés” cobraba vida independiente, el pasaje duplicaría en número y el avión no podría levantar el vuelo.
Ajustó su antifaz, apretó ligeramente la mano de su novia su contacto con la realidad y volvió al Universo.
Visualizó la más absoluta oscuridad, que, curiosamente, conseguía poniendo la mente en blanco. Después descendió o se trasladó a la Vía Láctea. No recordaba cómo la representaba de pequeño, ni si lo había hecho, así que, la imaginó como un lugar neblinoso. Después situó el Sistema Solar y los planetas. Como no recordaba su disposición, ni siquiera cuántos eran, puso al Sol en el centro y a tres o cuatro, incluida La Tierra, a su alrededor, pero en la misma órbita. En ese punto se detuvo y pensó que cuando jugaba de pequeño era todo mucho más fácil, y hacerlo desde un avión en movimiento le parecía muy complicado. El ejercicio que se disponía a realizar sería más sencillo para un niño astronauta que, flotando en la gravedad cero de su nave espacial familiar, jugase a viajar hacia un punto remoto de un planeta cualquiera.
Con el paso del tiempo había ido perdiendo la libertad de crear un mundo a su antojo. Su mente, pues, había adquirido la autonomía de poner limitaciones a esos juegos, gracias a la información con que Andrés la había ido nutriendo. Sólo a través del absurdo era posible desarrollar la imaginación.
Deshizo la neblina de la Vía Láctea y en la oscuridad buscó el planeta Tierra, pero sólo encontró una estela que le llevó a un bar que había frecuentado hacía años y que se llamaba precisamente La Vía Láctea. Recordó los bares cercanos de aquella zona: el Nueva Visión, la Sala Maravillas, La Vaca Austera, el Agapo... Hubo noches en que esa ruta era lo más parecido a un viaje espacial —pensó risueño. En este último bar trabajó el cantante de un grupo que le hacía mucha gracia, y que cantaba “Sueño con Mel Gibson recogiendo un duro/ Y cien luchadores de sumo desnudos”... Proyectó la imagen de sí mismo intentando recoger una moneda en el charco de sudor resultante de un combate de sumo. Su mente le ofrecía dos caras: una desagradable, que en ocasiones le hacía abandonar el juego, y otra, más atractiva, como en este caso, la de ser Mel Gibson. Al menos podía elegir. Lo siguiente que le vino a la cabeza fue aquella película en la que el personaje interpretado por el apuesto actor australiano, partiendo de un planteamiento infantil e inverosímil, conseguía escuchar los pensamientos de las mujeres... Si su novia tuviese ese mismo poder, se ahorraría muchas preguntas profundas.
¿En qué piensas? Interrumpió su novia.
Andrés carraspeó, tragó saliva y dijo:
Pienso en Mel Gibson recogiendo un euro del suelo.
En la mirada de su novia se leía claramente un conocido “Tú eres subnormal”, y en la de Andrés el victorioso “Pues no preguntes”.
Al principio de la relación, esta pregunta, recurrente cuando tenía lugar un silencio prolongado, le provocaba cierta incomodidad, porque ninguna respuesta tenía sentido, pero con el tiempo, y dado que aquello le parecía muy divertido, acabó convirtiéndolo en un juego.
Volvió a pensar en Mel Gibson y se le apareció con la vestimenta tradicional de Escocia, como en la famosa película. Por un momento pensó que cada asiento del avión lo ocupaba un miembro del ejército de William Wallace y que en un incidente de despresurización todas las falditas escocesas saldrían disparadas.
¿Se puede saber qué te pasa? Preguntó la novia de Andrés soltando la mano de éste y frotando la suya, para restablecer la circulación de la sangre.
Se sintió obligado a darle una explicación:
—Estoy intentando hacer un ejercicio mental que practicaba de pequeño, pero en sentido inverso, una especie de juego geográfico que consiste en ir desde el lugar donde me encuentre hasta el punto más remoto imaginable. Por ejemplo, desde mi casa hasta el Universo, enumerando cada frontera.
—¿Qué frontera? ¿De qué hablas?
—Mi casa, mi portal, mi urbanización, mi barrio, mi ciudad...
—¡Ah! Vale, vale. Conozco el juego.
Hubo un breve silencio, y ésta continuó:
—Y, ¿qué tiene que ver Mel Gibson en todo esto?
Andrés dudó si dar otra explicación. Después de otro silencio, zanjó la conversación:
No importa. Tardaría años luz en explicártelo.
Andrés volvió a tomar la mano de su novia y se dirigió mentalmente a Escocia. Para los habitantes de ese país pensó, los españoles debemos de ser gente vividora y apasionada; en cambio para los americanos, somos fríos como cualquier europeo, como, por ejemplo, un escocés. Recordó aquella ocasión en la que vino de vacaciones una niña escocesa, familiar de unos vecinos, de la que se enamoró como sólo se enamora un niño. “Dudo que en aquel entonces esa niña me considerase apasionado y vividor” pensó.
De golpe, había regresado a la niñez y se encontraba en el parque de su urbanización. Había muchos niños; unos correteaban, otros se columpiaban, otros hacían figuras con barro o sometían a los insectos a su hegemonía... La de litros de orina de perro que habrían estado en contacto con su piel... Soltó con asco la mano de su novia y se sintió como el astronauta que se suelta accidentalmente del cable que le une a la nave espacial. Su novia, como si hubiera captado su turbación, trajo hacia sí la mano y la entrelazó con la suya.
“Algún día, la orina de los perros hará más fuertes a los insectos en vez de ahogarlos; ese día, la humanidad lamentará existir” dijo la niña en perfecto castellano, antes de continuar hablando en su idioma ininteligible.
Desde algún punto del universo, desde la más absoluta oscuridad, quietud y silencio, la mente de Andrés se adentró en la Vía Láctea. Eligió un punto cualquiera de su espiral para situar el Sistema Solar, con El Sol y los planetas que le había apetecido anteriormente poner en su órbita. Sin ningún orden, en uno de los anillos que rodeaban al Sol, colocó el Planeta Azul. Cuando fue a imaginar La Luna pensó que sería mucha casualidad encontrar al satélite en su trayectoria hacia La Tierra, así que, ni se preocupó por ella. Obvió la existencia de las capas terrestres, colocó algunas nubes aquí y allá y se suspendió a varios kilómetros de distancia de la superficie hasta que vio aparecer al continente europeo. Encaró la Península Ibérica, el territorio español, la Comunidad de Madrid, su capital, el penúltimo barrio hacia el este de la ciudad, y el parque de juegos de su urbanización, donde el pequeño Andrés tomaba la mano de una pelirroja y pálida niña Glasgowiana, escocesa, británica, europea, terrícola... Universal.

4 comentarios:

angelitapapafrita dijo...

No me gusta la mirada y el asir a la tierra de esa novia. Andrés merece alguien a su lado que le acompañe en sus juegos. Merece un buen par de alas. Volar de vez en cuando es ¡¡¡tan agradable!!!.
Me gusta Alfon. Valió la pena la espera. No pares ¿¿¿eh???.
Besos.

Anónimo dijo...

¡Bravo Alfon! A mi también me ha gustado. Sólo espero que Andrés no se imagine los planetas con las órbitas pintadas ;D
Esa pregunta yo también la temo porque o no pienso en nada o se me pasa por la cabeza cada idea sin sentido que explicarselo a alguien y no quedar como tarado es muy complicado.

Anónimo dijo...

Por cierto, me ha encantado la reflexión que haces sobre las personalidades de Andrés según lo perciben los demás...(¡aich sabía yo que se me olvidaba algo...!)

Anónimo dijo...

... Grande!
Si se admiten sugerencias para el próximo te puedes inspirar en otra frase del grupo que le hacía gracia a Andrés: He encontrado un forzudo de circo que su brazo ...
Iván (el de Paloma)