viernes, enero 23, 2009

Anti liebre

El ambiente del estadio es impresionante. No hay un momento de silencio porque se están dando varias competiciones al mismo tiempo. Me recreo en la belleza de la saltadora sueca. Su salto ha sido nulo y creo que ha quedado descalificada. Lástima, aunque eso no resta hermosura a su rostro. Un corredor tropieza conmigo y ni siquiera me mira. Hay que ponerse sobre la línea, pues va a empezar la carrera y ni me he dado cuenta. Tampoco puedo evitar distraerme con la mirada perdida, contenida, concentrada del atleta con quien he tropezado. No puedo creer que alguien sea capaz de concentrarse de esa manera. Acaba de saludar a la parte del público que va a seguir los acontecimientos de la carrera en la que compito. Sabía que era una pose, a la espera del momento de saludar tras decir por megafonía su nombre. Perdido en estos pensamientos, despierto ante el anuncio del mío, que me trae a la realidad a velocidad de vértigo, sin que la cámara que pasa delante de nosotros recoja mi asustado saludo. Genial, he quedado como un imbécil delante de todo el país. Precisamente es mi compatriota quien me empuja hacia la línea de salida. Va a comenzar la carrera. Me incomoda la sensación pegajosa del dorsal en mi muslo.
El estruendo del pistoletazo de salida me empuja a competir. A mi derecha mi compañero toma la iniciativa y progresa hasta situarse en cabeza junto con los africanos, a los que creía tan perdidos como yo; supongo que ellos sí se concentran. Me mantengo en mitad de la estela que dejan el keniata, el marroquí, gran favorito, mi compañero y un ruso. Mi posición me da cierta tranquilidad y me permite disfrutar del ambiente del estadio, que vibra en la entrega de medallas de salto de altura, donde una representante del país organizador se encarama a lo más alto del podio a recibir la medalla de oro. Absorto por ello y emocionado, subo el ritmo de mi trote y tropiezo con el representante ruso, que me recrimina algo en su idioma. Le pido disculpas en el mío. A punto de caer, el traspié me permite escalar una posición casi sin querer, situándome junto a mi compatriota, que responde a mi “ataque” aumentando el ritmo y poniéndose momentáneamente en cabeza, pero el keniata neutraliza rápidamente su progresión. Este cúmulo de reacciones divide la carrera quedando en cabeza los africanos provisionalmente, el ruso, cuya rabia le ha llevado a luchar en cabeza contra pronóstico, mi compatriota y yo. Me parece increíble que una absurda distracción me lleve a luchar por subirme al cajón. Dos jóvenes ondean con ánimo una bandera de mi país a nuestro paso y me pregunto si serán familiares o amigos de mi compañero. Rápidamente descarto esa posibilidad, pues llevan la equipación oficial de paseo de la selección, supongo que serán miembros de ella, aunque no recuerdo haberles visto en la Villa Olímpica ni en mi vida. La campana que anuncia los últimos cuatrocientos metros me devuelve a la carrera, que lidera ahora mi compatriota, gracias al aliento de la hinchada, supongo. En este momento se estira el grupo en la cabeza y empiezan a haber los primeros ataques: mi compañero se sitúa en primer lugar y aumenta su ventaja sobre los africanos. El keniata, que no parece acusar el esfuerzo del cambio de ritmo, evita en tres zancadas que aquel se aleje. Después está el marroquí, unido al otro africano como si de unos siameses se tratase. En cuarta posición, y sin creérmelo demasiado, voy yo como privilegiado espectador, y detrás de mí el ruso encolerizado. A unos cien metros y perdiendo distancia nos sigue el resto de atletas. Me pregunto qué se les pasará por la cabeza mientras corren. La recta final sirve para devolver a mi compañero a la tercera plaza, donde se situó al principio, y para que el gran favorito, el veterano marroquí, supere sin miramientos al corredor de Kenia. Yo, ensimismado con el desenlace de la carrera, olvidé por completo al corredor ruso, que alcanzó la cuarta plaza justo en la línea de meta. Me apresuro a felicitarle y descifro en su idioma gestual que no entiende la carrera que hemos hecho. Es posible que mi baja forma mental haya influido en su desarrollo, pero sobre todo en el mío. Todavía no entiendo cómo he llegado a la final, no recuerdo haber hecho nada especial para lograr este quinto puesto. De todas formas me alivia pensar que mi comportamiento en la carrera no ha trastocado las aspiraciones de los tres favoritos.
El marroquí celebra el que seguramente sea su último oro con una bandera de su país a modo de capa; el keniata se abraza a unas jubilosas hinchas a pie de pista, que a su vez le dan una bandera de su país, que muestra al público en una suave carrera. Mi compañero charla con un reportero de televisión que le anima por haber conseguido un bronce que debería saber a oro, teniendo en cuenta que los africanos son imbatibles en el medio fondo.
El comentarista de la televisión de mi país me reclama en la zona mixta, y me acerco sin saber aún cómo analizar una carrera por la que debería sentirme orgulloso.

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