lunes, enero 26, 2009

Catorce lechugas y un delantal

Sonó el timbre mientras estaba en la ducha; abrí la puerta cubierto con una toalla, la de las manos, porque eché la grande a lavar el día anterior y olvidé reponerla. En el vano de la puerta encontré a la presidenta de la comunidad cubierta con una bata. Nunca me había atraído, pero aquella mañana me pudo la erótica del poder. Fui a por el dinero de la comunidad y escuché la puerta cerrarse a mis espaldas. En el pasillo encontré a la vecina completamente desnuda blandiendo el adorno fálico del taquillón. Debió observar mi trasero descubierto y mojado y no pudo resistirse. Nunca he pensado que mi físico inspire el deseo de las mujeres, pero, en fin, aquella mañana empezó con desenfreno. La cuota de la comunidad no me la perdonó, las cosas como son.
Tras este episodio bajé al estanco a comprar el periódico. Con la excusa de que alguien puso a una altura imposible unos fascículos que había reservado días atrás, la hija del tendero reclamó mi ayuda en la trastienda y, apenas hube levantado los brazos para alcanzar el artículo, se abrazó a mi torso y me mostró sus credenciales amatorias.
No podía creer que hubiese empezado el día de aquella manera, teniendo sexo con dos mujeres con las que trato habitualmente y que nunca antes habían mostrado ningún tipo de interés por mí. Al salir de la tienda el autobús de línea hacía su parada enfrente y me pareció ver a dos jóvenes apareándose a la altura de la puerta de salida. Intenté no dar importancia a este hecho y continué con una sonrisa de satisfacción en los labios y el ego iluminándome el rostro.
Después fui al mercadillo del barrio y el primer tendero me ofreció unas naranjas; como prueba de su calidad estrujó media y salió gran cantidad de zumo. Hubiera comprado un kilo si la del tenderete siguiente, con un escote de infarto, no hubiera llamado mi atención amenazándome con un calabacín: catorce lechugas y un delantal hicieron las veces del camastro donde yacimos en apasionado vínculo. No me lo podía creer, no sólo estaba teniendo un éxito sin precedentes, sino que la falta de decoro, discreción y vergüenza no me hicieron titubear en ninguno de los casos. El frescor de las hortalizas estimuló mis genitales disimulando el ligero dolor de cabeza que comenzaba a aparecer tenue a media mañana. Entonces recordé que a las doce tenía que ir al médico, lo que a su vez me despertó el dolor en la rodilla derecha que me hizo pedir cita. Así que, sin haber hecho la compra, fui hacia el ambulatorio. De camino, una repartidora de periódicos gratuitos me ofreció uno que fue a buscar dentro de la furgoneta donde estaban almacenados. Esta resultó ser un portento erótico y la línea que separa el sexo consentido de la violación quedó tan desdibujada como la tinta de los periódicos donde nos apoyamos. Lo hicimos tres veces temiendo por mi vida, al estar en contacto tanto tiempo y con tal intensidad el fuego de los cuerpos y el papel de los periódicos. Conseguí alejarme por fin y vi cómo un incauto accedía a los ruegos de la diablesa de la prensa gratuita. Lo que al principio me pareció gracioso y digno de orgullo ahora empezaba a preocuparme. Aquello no era normal. Y no había hecho nada más que empezar.
Entré en la consulta y no había nadie. Menos mal, porque llegué media hora tarde. Me acerqué al mostrador de admisión y descubrí al recepcionista recibiendo las caricias de la presidenta de mi comunidad, que me miró con lascivia. Empecé a pensar que no fue la erótica del poder la que me llevó a yacer con la ella hacía unas horas y que su atractivo era innato. Por fin me llamó la enfermera, que, aun sin abrochar su bata, me cogió del brazo y me llevó hacia el cuarto de mantenimiento. Me resigné a no volver a alcanzar un orgasmo en lo que quedaba del día y ella, complacida por mi compromiso, no me dejó en paz hasta conseguir tres. Ya en la consulta descubrí con pavor que el médico era una mujer y no pude reprimir las lágrimas convencido de que acabaría apresado entre la camilla de la consulta y la doctora. Pero esta vez lo que conseguí fue inspirar su instinto maternal librándome del sexo, aunque, eso sí, sobre una de mis fantasías más recurrentes: Jugar a los médicos. La doctora, meciéndote, citó una resonancia magnética para mi rodilla y además me remitió a un dermatólogo, porque no le gustaron nada esas manchas de mi espalda. Preferí no contar que las manchas eran de la tinta corrida de la portada de los periódicos de antes. Incluso, pasó por alto el calco de una imagen de Garbajosa de la página de deportes a la altura del omóplato derecho. Supongo que pensó que era un ridículo tatuaje. La escena que siguió fue la doctora sentada en su silla y yo en sus faldas amorrado a cada uno de sus pechos indistintamente. Al final sucumbí y lo hicimos. Después un celador apareció en la consulta con una silla de ruedas para llevarme a casa. No quise participar en la fiesta que montaron celador y médico pero me obligaron a presenciarlo, por lo que terminé vomitando. Con la excusa de la silla de ruedas me libré de unas cuantas oportunidades de tener sexo con otras cuantas personas durante los doscientos metros que separaban el ambulatorio de mi casa, pero el celador no hizo ascos a nadie y satisfizo a tres amas de casa y al cartero, que se cruzaron en su camino. Éste último no dejó de mirarme mientras sometía al celador, incluso se mostró muy atento por mi lesión. Todavía me quedaron fuerzas para zafarme del acoso del celador una vez que llegué a casa.
No me podía creer que esto estuviera ocurriendo de verdad. ¡La gente se había vuelto loca! Y algo que me preocupaba era que quedaba toda una tarde, yo estaba exhausto y el resto de la gente no parecía acusar el cansancio. Era como si todo el mundo estuviera fuera de sí menos yo, que muchas veces había fantaseado con esta idea.
Ya a salvo en el hogar, me di cuenta de que no había sacado al perro todavía y se moría de ganas de orinar. No sé cómo conseguí ponerle la correa con el temblor que agitaba mis manos pero, sin casi reparar en el trayecto, ya enfilaba el parque donde suele hacer sus necesidades. Afortunadamente todos los humanos que se encontraban allí estaban ocupados en una orgía descomunal. En ese momento me di cuenta de que mi perro no hace distinción de género porque montó a un caniche macho. A su dueño al parecer le ocurría lo mismo y se insinuó e incluso llegó a apoyar sus manos en mis hombros, pero me negué muy seriamente, lo que dejó al joven mirando contrariado ora a mi persona, ora a la orgía que ocurría a nuestro alrededor, así que, cogí a mi perro y me largué a casa.
Y cuando creía que me podría encerrar a salvo del golpe de lujuria que azotaba la ciudad, en el portal, al agacharte a quitar el arnés al perro, me dio un tirón en la espalda y me quedé allí mismo tirado sin poder moverte. Las horas siguientes no tuvieron desperdicio: el cartero cuya mirada y deferencia me inquietó volviendo del ambulatorio, después de descargar la correspondencia en los buzones, se dio un respiro con mi trasero indefenso. ¡Cómo lloraba! De rabia, que no de dolor, después de todo no estuvo tan mal como temía. El cartero resultó ser un tío sumamente delicado y encantador.
La chica del reparto de propaganda, después de ver que ningún vecino abría el portal y que, en mi convalecencia, le di acceso, decidió recompensarme de la última forma que quería. Afortunadamente me dejó en paz porque la postura no invitaba al acto sexual convencional y no estaba mi espalda para mucho escorzo; al rato vi acercarse a la presidenta de la comunidad y, sin quitarme su imagen con el administrativo del ambulatorio de la cabeza, recapacité y caí en la cuenta de que la postura en la que me había quedado no me libraba de todo. Antes de que se cerrase el portal la presidenta ya tenía puesto el arnés y estaba demostrando muchísima menos delicadeza que el cartero. A pesar del dolor y lo desagradable del momento no dejé de acordarme de él, quizá por esa misma razón. Aquel día supondría un antes y un después en mi vida. Entretanto el perro no dejó de lamerte la cara desde la lesión.
A pesar del dolor me dormí y desperté con el sonido del claxon del camión del butano. Como a cámara lenta vi acercarse hacia el portal a un rudo repartidor con su mono naranja ceñido y una bombona sobre el hombro. Cerré el portal con llave sabiendo a ciencia cierta que el butanero era capaz de atravesarla sin perder velocidad en su trayectoria, por lo que rompí a llorar desesperada, inevitable y, por qué no decirlo, intencionadamente, por si lo del instinto paternal también funcionaba con aquel rudo profesional. Con la esperanza dibujada en mi rostro apareció en mitad de su camino la rubia del bar, mujer madura y despampanante, con su bombona vacía. Las intercambiaron y se subieron a la cabina del camión. No pude ver nada por culpa del reflejo del cristal de la ventana, pero el sonido de los amortiguadores del vehículo se impuso al del tráfico dejando claro que las bombonas no fueron lo único que intercambiaron. Era la oportunidad de oro de acostarme con la del bar, así que, me coloqué boca arriba mostrando la altivez y el vigor de mi miembro, intentando así llamar su atención. Era tal mi deseo, que no había reparado en que posiblemente también llamaría la atención del butanero, cuyo lomo peludo veía a continuación balanceándose rítmicamente dentro del camión. Terminaron y efectivamente llamé la atención de ambos, que se miraron sonrientes y sin llegar a vestirse fueron a por mí. ¡Dios mío, cómo hubiera podido conseguir que entrase al portal sólo ella! Pero les vi tan compenetrados... Al final, en una explosión de rabia enderecé mi cuerpo y me resigné a no probar las mieles de la camarera, porque ello hubiera supuesto entrar en contacto carnal con el macho naranja.
En aquel momento del día no podía con mi cuerpo y me desmayé frente a la puerta de casa.
Al despertar, entre pesadillas relacionadas con lo acontecido ese día, el primer rostro que encontré frente a mí fue el del cartero, sosteniendo entre sus manos una humeante taza de café. ¿Se estaría relajando después de haber abusado de mí? Pero me aseguró que no. Además, el café era para mí. Me había encontrado allí tendido, temblando, indefenso y, no pudiendo darme mi merecido sexual, prefirió esperar a que despertase y velar mi sueño para cuidarme después.

Aquel día no volvió a repetirse, pero sí los encuentros cada vez más frecuentes con el cartero, que me entregaba la correspondencia en mano y que no reparaba, o no parecía importarle, que las cartas que recibía las enviaba yo mismo.

2 comentarios:

La Sombra del Mal dijo...

jamas pensé que escribir cartal fuese una forma de golferia.

Alfonso dijo...

Venga, ¿nunca te lo has preguntado? ¿Cómo serí si un día de tu vida fuese como una peli porno?